En plena ola de calor, a media mañana, paso por delante de un edificio por el que he pasado cientos de veces. Pero hoy, por primera vez, veo que hay alguien asomado a un balcón. Es un chico de unos once o doce años que está mirando la calle con los brazos apoyados en la barandilla. Abajo no hay gran cosa que mirar: un garaje, un solar donde hay aparcados una docena de coches, tres o cuatro matojos polvorientos y un aparcacoches borracho -o eso parece- que dormita a la sombra de un ailanto. Eso es todo. Si levanta la vista, el chico verá cuatro o cinco edificios impersonales de feo ladrillo marrón, todos muy parecidos al edificio en el que vive. No hay mucho más que ver. Algún gato que avanza cauteloso por la franja de sombra que todavía hay en la acera. Un jubilado que camina muy despacio. Una chica que pasa en bicicleta con un sillón vacío de niño en la parte trasera. No hay nada más que ver.

Pero el chico sigue asomado al balcón, mirando esas cosas que no parecen interesar a nadie. Si hago memoria, no recuerdo haber visto a nadie asomado a un balcón en mucho tiempo, quizá meses, o incluso años. De hecho, los edificios modernos ya no tienen balcones, que se deben de considerar un despilfarro de espacio -y por tanto de dinero-, y sólo es posible ver en algunos edificios modernos unos cubículos con forma de dado que hacen las veces de balcón, y en los que sólo caben dos o tres tiestos, la jaula de un canario y quizá un patinete plegable. El dueño de la casa, si quiere asomarse a ese diminuto balcón cuadrangular con alguna garantía razonable de no acabar despeñándose en el vacío, debe tomar la precaución de sujetarse con un arnés? ¿a qué? Sí, esa es la pregunta: ¿dónde se puede sujetar un arnés -o cualquier otro utensilio de seguridad- en un balcón moderno? Imposible saberlo. Y por supuesto, ya no hay arquitectos que construyan miradores acristalados, esas innovaciones de la arquitectura burguesa del siglo XIX que permitían contemplar la calle mientras uno tomaba un café o escuchaba la radio. En Mallorca llamábamos "hiverneros" a esos miradores, sin los cuales es imposible -o más bien era imposible- entender la pudorosa belleza de una ciudad como Palma. ¿Qué sería de la calle Colom sin sus miradores? ¿Y del antiguo edificio del bar Triquet? ¿Y de los escasos edificios modernistas que han sobrevivido a la destrucción y el olvido?

A todo esto, el chico que miraba la calle desde el balcón seguía asomado a la barandilla. No sé por qué, recordé una vieja cubierta de "El extranjero", de Albert Camus, traducida al inglés -"The Stranger", se llamaba-, en la que un hombre con camiseta imperio fumaba tranquilamente en el balcón, mirando la calle de una ciudad que podría ser Marsella o Barcelona o Argel. Aquel hombre no parecía tener nada que hacer, salvo mirar la calle y dejar que el tiempo se fuera y con el tiempo se fueran las preocupaciones y las esperanzas, si es que tenía la suerte de tenerlas. Todo lo que iba a llenar su vida, todo lo que le interesaba, todo lo que parecía darle sentido a su existencia estaba allá abajo, en la calle, dos o tres pisos más abajo. Y a lo largo del siglo XX, mirar la calle desde el balcón, dejando pasar el tiempo o fumando o regando las plantas u hojeando el periódico, fue una costumbre a la que se entregaron con placer nuestros abuelos. Su vida, de una forma u otra, consistía en mirar desde el balcón.

Ahora ya nadie se asoma al balcón. Y si la palabra surge alguna vez en una conversación, es por culpa de la afrentosa práctica del "balconing" que han introducido los adolescentes descerebrados en los hoteles de Magaluf. Pero eso es lo que hace tan admirable la actitud de ese chico asomado al balcón, ese que ahora mira los coches aparcados, el garaje, el guardachoches que dormita bajo el ailanto y la bicicleta que se pierde por la avenida. Cualquier otro chico o chica de su edad estaría a esta misma hora absorto en el móvil o mirando su cuenta de Instagram o conversando aburrido a través del Whatsapp. Pero ahí está él, asomado a la calle, enfrentándose con ese extraño fenómeno -el más extraño de todos en nuestra época- que consiste en observar las cosas que uno tiene delante. Sin hacer nada, ese adolescente se entretiene en aspirar el aire sofocante, en escuchar los ronquidos del aparcacoches y en mirar con atención esa bicicleta que se aleja muy despacio. Puede que no sea mucho, pero al menos él tiene una idea bastante aproximada de ese mundo real que los adolescentes conocen cada vez peor porque ya no les interesa o no lo ven o no quieren verlo. El mundo, para él, sigue ahí, atractivo y sórdido y desesperante y sucio y feliz. Bendito sea.