El Tribunal Superior de Justicia de Canarias rechazó ayer la nulidad solicitada por Santiago Alba, decidiendo por tanto que continúe el juicio contra el magistrado por delitos de prevaricación, cohecho, falsedad y revelación de secretos. Alba había argumentado que se habían vulnerado sus derechos constitucionales en admitirse como prueba una grabación que le hizo Miguel Ángel Ramírez en la que parece desprenderse su voluntad de destruir la imagen profesional y la carrera política de la magistrada Vicky Rosell, entonces -y ahora- diputada de Podemos. El penúltimo as en la manga de Alba -un naipe ya muy sobado y ennegrecido- era lo de la grabación, aunque pedirá la declaración como testigo de Héctor de Armas, exempleado y luego exsocio de Ramírez: supuestamente el testigo le envió una carta detallándole cómo había organizado la celada magnetofónica y con qué objetivos.

Lo más aterrador del caso Alba es la impunidad convertida en una de las bellas artes a través del pachorrudo chalaneo entre un magistrado, un gran empresario y -presumiblemente- un ministro llamado José Manuel Soria, bajo el famoso precepto legal del juriconsulto Juan Palomo: ellos se lo guisan y ellos se lo comen. Es inevitable desconfiar de todo el mundo, salvo de la víctima, Vicky Rossell, que sufrió el papel de lo guisado y lo devorado y vio momentáneamente truncada su carrera política, con el añadido de un maltrato público evidente. Una docena de compañeros de profesión aseguran, en todos los periódicos y emisoras radiofónicas del archipiélago, que el señor Ramírez dispone de centenares de grabaciones realizadas en los últimos veinte años a peces gordos empresariales, líderes políticos y sindicales, periodistas, abogados y funcionarios públicos, lo que conduce a dos perplejidades inevitables. La primera, cómo es posible que quede gente por ahí que se atreva simplemente a darle los buenos días al señor Ramírez, aunque sea en plena Triana; la segunda, la infinita capacidad centrifugadora del espectáculo futbolístico, capaz de expulsar -durante años- las manchas más difíciles.

Santiago Alba fue suspendido provisionalmente por el Consejo General del Poder Judicial antes de ser procesado. Es harto infrecuente, pero no excepcional. El CGPJ ha suspendido a jueces como Baltasar Garzón, Javier Gómez de Liaño, José Antonio Martín o Fernando Ferrín Calamita entre otros. Son necesarios indicios singularmente sólidos -y particularmente graves- para que el órgano de gobierno de los jueces tome una decisión tan drástica y pocas veces reversible. Y Santiago Alba, en este procedimiento, los cumple sobradamente. Y aunque finalmente el juicio concluya con una sentencia condenatoria intuyo que nos invadirá a casi todos cierta opresión, cierta decepción inevitable, cierto cansancio cascado. La decepción a la que conduce no poder saber toda la verdad. No poder conocer con todo pútrido detalle las complicidades y componendas que, procedentes de los cuatro puntos cardinales de la sociedad civil canaria, hicieron esto posible: bailar sevillanas sobre la honorabilidad de una magistrada. Y lo aplaudieron. Y lo rieron incluso con una mueca sardónica de satisfacción que nadie le borrará de los labios.