En 2015 el primer mundo se estremeció con la terrible imagen de Aylan Kurdi, el niño sirio muerto en la arena de la playa turística de Bodrum (Turquía), que formaba parte de un grupo de personas que huía de la situación de inestabilidad por la que pasaba su país, producto de la guerra civil y de las acciones del Estado Islámico. Su destino era Europa a través de un camino de horrores y donde la esperanza tenía un alto precio.

A finales de junio pasado, se repitió la misma imagen, en esta ocasión con el salvadoreño Óscar Alberto Martínez Ramírez y su hija, Valeria, de dos años de edad, que pretendían entrar en Estados Unidos de manera ilegal con el fin de cambiar el asesinato de las maras, las drogas y un Gobierno corrupto por las oportunidades que siempre se niegan a quienes no tienen recursos.

El mundo está plagado de cementerios, pero hay dos que desafortunadamente se han convertido en un referente internacional porque representan el abismo que divide a las sociedades y la posibilidad de disfrutar de derechos y libertades, en función de si nace a uno u otro lado de las respectivas orillas: el río Bravo, en Estados Unidos, y el mar Mediterráneo, en Europa. Ambos son fronteras naturales entre el subdesarrollo y la oportunidad de tener una existencia más digna, pero atravesarlos no es gratis, ya que se cobran el peaje correspondiente en forma de vidas, como antesala hacia el capitalismo, donde todo se rige por el dinero.

En es tránsito es donde aparece la ayuda internacional no gubernamental, que en el caso europeo se materializa a través de barcos como el Aquarius y el Sea-Wacht 3, que socorren a los migrantes que tratan de atravesar el Mediterráneo. Dentro de este proceso, el nuevo icono contra al política de puertas cerradas de los Gobiernos europeos se llama Carola Rackete, la capitana de ese último barco, que ha desafiado al xenófobo y primer ministro italiano, Matteo Salvini, anteponiendo sus principios humanitarios antes que dejar desatendidas a decenas de personas a las que nadie quería en sus respectivas fronteras.

Esta vez, el Mediterráneo no dictó sentencia, sino la conciencia de esa mujer, que demuestra que la política migratoria europea está supeditada a intereses económicos y estratégicos. Precisamente, fue detenida bajo la acusación de tráfico ilegal de personas, como si capitanease un barco negrero lleno de esclavos. La xenofobia, que no solo tiene un carácter social, sino que también se ha institucionalizado, choca con actitudes como la de Rackete, cuya decisión no depende de reuniones en despachos ni de conferencias internacionales, sino de actuaciones rápidas y urgentes ante lo evidente. Los migrantes que eligieron esa vía proceden de situaciones precarias y extremas y no podemos quedarnos de brazos cruzando viendo cómo mueren en su intento por llegar a lo que consideran su salvación. Ya solo falta que se televisen esas acciones y que los mismos Gobiernos rentabilicen ese proceso al más puro estilo de un show mediático o que construyan alambradas en los océanos y mares para seguir individualizándonos.

Rackete constituye el desafío y el cuestionamiento de las normas establecidas y de esa falsa caridad cristiana de la que hacemos gala cuando se trata de apiadarnos del sufrimiento de otros. Por eso, socorrer molesta si se hace fuera de los cauces oficiales porque pone en tela de juicio la nefasta gestión de la Unión Europea en materia migratoria y porque el hecho de que se pongan medios privados y sin ánimo de lucro para este fin supone que esos mismos Gobiernos no actuarán si no consiguen algún beneficio. Mientras tanto, su única preocupación es que sus playas estén limpias para que siga fluyendo el turismo, desentendiéndose de desplazados como los del Sea-Wacht. Al final, siempre habrá un fotógrafo que deje constancia del efecto de la miseria, revolviéndonos las tripas cuando en realidad pudimos cambiar las cosas.

*Licenciado en Geografía e Historia