Los cinco condenados de La Manada duermen otra vez en prisión, en cumplimiento de la sentencia del Supremo que, "por un delito continuado de violación", elevó de nueve a quince años la suave pena del Tribunal Superior de Navarra; al sujeto que, además, robó el móvil de la víctima, una joven chica de dieciocho años recién cumplidos, le cayeron dos años más.

A la general satisfacción por la noticia restamos dos excepciones: el juez Ricardo González que, en un voto particular más sicalíptico que jurídico, pidió la absolución de los degenerados en comandita contra la indignación popular; apoyado luego en una manifestación corporativa inexplicable en los juzgados pamplonicas. Habría que contentar al pornógrafo togado con un accésit de participación -porque su prosa es voluntariosa pero deficiente- en La sonrisa vertical.

Naturalmente retribuido, el segundo caso lo asume un sujeto frescachón que adquirió fama por representar al quinteto de delincuentes y que, nada más conocer el auto de prisión, criticó al Supremo e incluso, según la avezada Mamen Mendizábal, calificó la decisión unánime como prevaricación. Con rollo de feriante y paupérrima base jurídica, Martínez Becerra pasó ya de la fama a la sombra para gozo de la honradez y el sentido común.

Un error de la Audiencia Provincial en la calificación de la sentencia evitó que las penas hubieran alcanzado los setenta y cinco años -y veinte de cumplimiento efectivo- si, en lugar de tratarlo como "un delito continuado", lo hubieran considerado "una pluralidad de delitos -diez- de agresión sexual".

Este caso, que trascendió las fronteras españolas, obligó al Alto Tribunal al Reformatio in peius, que se traduce como la acción de reformar a peor o en perjuicio que revela el fracaso para la defensa de los condenados y, de algún modo, es una reprimenda para las instancias que trataron antes el delito. Justicia al fin.