Crecimos con la memoria del volcán como motor y actor de hechos cotidianos que, por la mera coincidencia con el suceso, adquirieron un aura mágica; jugamos con las piedras negras y ariscas al tacto que, como testigos de cargo, lucieron en cocinas y destiladeras como muestras de lujo, y tuvimos entre los parcos tesoros domésticos olivinas, auténticas y sucias por su extrema juventud.

Las crónicas de prensa y los cuentos de los viejos enlazaron las hogueras que, en honor del Bautista, se prendían en campos y playas, en las encrucijadas de los barrios y los barrancos que, hace medio siglo, eran nervios frescos y verdes de la actual ciudad asfixiada por el cemento y la especulación de su escaso suelo. Los diarios familiares situaron, a partir del 24 de junio, las felices llegadas y las tristes pérdidas familiares, el regreso de los emigrantes conocidos y alguna chapuza urbana, más pretenciosa que útil e infeliz, como asfaltar las calles empedradas.

El volcán de San Juan marcó para bien, mal y regular las vidas de un tiempo gris donde los lugareños escondían pasiones e inventaban ocios; trabajaban todo el año y parrandeaban en pascuas, mayos floridos y fiestas locales, como el día en que el sátrapa Herodes decapitó al profeta que, fiel a su oficio y a su causa, le fue siempre muy incómodo en la Jerusalén del año Uno.

En las efemérides grandes quedó la visita del ministro Blas Pérez González -primera y última que realizó a La Palma tras su entrada en el núcleo duro del régimen- y la adopción por Franco de la comarca afectada.

Para mañana, domingo y víspera, se anuncia una velada conmemorativa de los setenta años en un espacio emblemático -el tubo volcánico de Todoque, rebautizado como Cueva de las Palomas- y con un programa de letras y músicas que rinden homenaje a la memoria. Acaso se cante, como en las verbenas de juventud, la pícara cumbia de "la cachimba de San Juan, que todos quieren comprar, que todos quieren fumar?". Tal vez.