Hay gente -sinceramente- que cree que están a punto de llegar los bárbaros. "¿Qué esperamos congregados en el foro?/Es a los bárbaros que hoy llegan./ ¿Por qué esta inacción en el Senado? ¿Por qué están ahí sentados sin legislar los senadores?/ Porque hoy llegarán los bárbaros/ ¿Qué leyes van a hacer los senadores?/ Ya legislarán, cuando lleguen, los bárbaros". A mí se me antoja harto improbable que dentro de quince días se instalen guillotinas en las calles para todo aquel que no muestre las muelas al sonreír o que sea detenido cualquiera que murmure que una pulga saltando rompió un lebrillo o que caiga bajo sospecha usted mismo si en alguna ocasión le ha encendido el puro -valiente- a José Miguel Barragán. Eso sí: muy probablemente puede usted resultar sospechoso a muchas personas para quienes los bárbaros son bárbaros, por no decir inmejorables, una atronadora y a veces influyente minoría que sabe muy bien que lo que mejor conviene a la democracia es que los adversarios sean exterminados simbólicamente, sean expulsados hasta de un kiosco de pipas entre lágrimas y aullidos de satisfacción, porque sus votantes son estúpidos mugrientos, y los hasta ayer ganadores, una excrecencia purulenta y repugnante. Son caricaturas de bárbaros que denuncian un régimen y lo seguirán denunciando durante lustros como maniobra de distracción para montar el suyo. La alternativa en el poder es una credencial imprescindible de salud democrática; en cambio, la voluntad de expulsión del espacio democrático de cualquier fuerza política no oculta una pulsión autoritaria, estúpida y peligrosa, que siempre se vuelve contra quien la alienta.

"¿Por qué empieza de pronto este desconcierto/ y confusión? ¡Qué graves se han vuelto los rostros!/ ¿Por qué calles y plazas se vacían/ y todos vuelven a casa compungidos?/ Porque se hizo de noche y los bárbaros no llegaron./Algunos han venido de las fronteras/y contado que los bárbaros no existen". No, nadie llegará derrumbando a los peatones, colgando a murgueros de las farolas y lanzando consignas flamígeras. Porque tienen razón los más lúcidos: no existen los bárbaros. Los bárbaros de este verano, que supuestamente están a puntos de derribar las murallas de la ciudad, somos nosotros mismos. Vive entre nosotros mismos. Llegan tiempo en el Senado, practican la oratoria con el mismo desparpajo tartamudo e ignorantón, han pastoreado presupuestos y excretado reglamentos, han aplaudido a los sucesivos emperadores -con y sin barba- durante muchas lunas luneras y hasta cascabeleras compartiendo su mesa y su vino. Los bárbaros no llevan pieles, sino togas, no llevan hachas, sino corbatas, no traen cambios, sino palabras sobre el cambio, un cambio performativo que se cumplimentará al anunciarlo.

Ya se sabe cómo termina el poema de Cavafis. "¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros?/ Esta gente, al fin y al cabo, era una solución". Lo que sea de nosotros deberíamos decidirlo nosotros mismos, no los políticos que pierden o ganan, pero, en el peor de los casos, debe recordarse una cosa: la democracia representativa, como la vida que representamos, es un aprendizaje inteligente de la decepción para hacer las paces con nuestros éxitos y nuestros fracasos y poder así convivir entre todos.