Cuando día tras día me asomo a las portadas de los periódicos, constato que habito en un mundo convulso donde la crisis de valores, las desigualdades sociales y los conflictos de toda índole, lejos de disminuir, se incrementan a pasos agigantados. Sin embargo, también encuentro a veces noticias satisfactorias que me llenan de esperanza, como la de la imposición esta misma semana de una condecoración de la Orden del Mérito Civil a la joven tinerfeña Natalia Díaz Martín. A sus 19 años, esta voluntaria de Manos Unidas estudia Ciencias de la Educación, imparte talleres para la Red Canaria de Escuelas Solidarias y colabora en actividades educativas para el desarrollo. Tan merecido reconocimiento se debe a su contribución a favor de la sociedad a través de la citada organización católica. Lo cierto es que su ejemplo me trae a la memoria el de muchos otros hombres y mujeres valientes que, portando el mensaje cristiano como inspiración de su entrega, encarnan potentes faros de luz para contrarrestar algunas de las tinieblas del universo.

Sólo desde esa mezcla explosiva de coraje y fe puede explicarse la decisión de miles de seres comprometidos que salen de su tierra y dejan atrás a sus familias para acudir a los enclaves más recónditos de la tierra a servir a los otros. A los invisibles. Se trata tanto de religiosos como de laicos, cuya generosidad, grandeza de espíritu e inquebrantable amor por los demás les impulsan a emprender la revolución más pacífica de todas: dedicar la vida al prójimo. Pero no a cualquier prójimo, sino al más castigado por las circunstancias. Al carente de salud, de higiene, de educación, de trabajo y de afectos. Llaman a su puerta chapurreando idiomas impronunciables, pateando aldeas alejadas de la civilización, luchando contra el recelo y la incomprensión de propios y extraños, y soportando en silencio los ataques injustos de esos ideólogos de despacho que desprecian cualquier iniciativa que huela a iglesia y a cruz. Ya se sabe que la solidaridad realizada en nombre de Cristo ha de colocarse bajo sospecha y que los justos de hoy deben continuar pagando las facturas de los pecadores de ayer, hayan transcurrido milenios, siglos, décadas, años, días o minutos.

Por supuesto, no seré yo quien niegue los abusos y los atropellos cometidos en el seno de la Iglesia Católica a lo largo de la Historia, pero ello no me impide reconocer también la admirable labor que desde su origen lleva a cabo en beneficio de millones de personas. Por eso, me resulta paradójico que determinadas propuestas de colaboración social gocen de mayor aceptación si provienen de oenegés o instituciones civiles y no de organizaciones como Cáritas Diocesana o Manos Unidas, máxime cuando el dolor y la necesidad son tan enormes y están tan extendidos que toda ayuda (incluida la casilla en el impreso del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas) es poca, venga de donde venga.

Aun así, no parece que existan muchos de estos modernos intelectuales que hayan acogido a niñas violadas y embarazadas en Asia y les hayan dado cobijo. Ni demasiados sesudos filósofos que hayan alfabetizado a cientos de alumnos en miserables escuelas de América Latina. Ni tampoco numerosos científicos reputados que se hayan arriesgado al contagio del virus del ébola en poblados del África negra. Pero da lo mismo, porque ese sentimiento de caridad que lleva nutriendo con potencia a multitud de misioneros y voluntarios desde tiempos inmemoriales permanece inquebrantable y así seguirá hasta el fin de los tiempos. Millares de mujeres y hombres con un corazón tan grande como para ir a evangelizar hasta los confines del orbe poniendo en riesgo sus propias vidas. Yo, desde luego, les agradezco infinitamente su descomunal esfuerzo en la difusión de unos valores adheridos inseparablemente a la esfera de los Derechos Humanos. Porque para eso no hace falta ser creyente y practicante. Para eso basta con ser bien nacido.

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