Los cementerios son otro de esos espacios afectados por las garras de la política, donde a veces los vivos se instalan con evidente hipocresía para rentabilizar simbólicamente cualquier aspecto que les ha garantizado tanto su acceso al poder como mantenerse en él.

El sábado pasado, día clave en el territorio nacional porque se constituyeron los nuevos ayuntamientos, producto de los recientes comicios, experimenté esa sensación generalizada de que la sociedad está tan dividida y enfrentada que hasta una victoria electoral se celebra simbólica y estratégicamente en los camposantos. En concreto, me refiero al correspondiente a La Victoria de Acentejo, municipio donde el Partido Socialista Obrero Español ganó ese proceso electivo por mayoría absoluta, desbancando así a Coalición Canaria (CC), su enemigo acérrimo.

Allí, en mitad de aquel lugar sagrado, los socialistas colocaron una corona de difuntos, adornada por las evidentes rosas rojas y con una banda, en la que se podía leer lo siguiente: "En memoria de los compañeros/as socialistas". Desde la óptica del respeto, uno puede interpretar ese gesto como una forma de agradecimiento simbólico hacia todos los militantes y simpatizantes de esa ideología, ya difuntos, por la consecución de una nueva victoria de ese calado y la correspondiente alcaldía. No obstante, esta forma de proceder encierra otro mensaje, más evidente y contundente, lejos de la armonía pretendida: esos mismos socialistas han querido demostrar públicamente que ya han marcado su territorio y que tienen cuatro años de mandato para materializar su discurso, considerado el único y válido y totalmente opuesto al de CC.

Los políticos siguen gobernando de espaldas al pueblo y sus ansias de ganar y anteponer sus siglas les ciega de tal manera que son incapaces de ver la realidad y de vivir con ella para comprender y solucionar los problemas. Esa corona era una provocación pública porque utilizar así un camposanto, vinculado a un proceso electivo y de conformación de un Consistorio, supone que cualquiera puede también actuar con los mismos fines propagandísticos y políticos, sin importar la ideología. Entonces, si continúa esa pauta, cada vez que haya elecciones y el resultado beneficie a uno u otro de los contrincantes, será lícito que en ese espacio ondee una bandera o se coloque algún símbolo alusivo al ganador, con lo cual ni siquiera respetaremos el carácter neutral que debería tener este ámbito, alejado de confrontaciones y rencillas pueblerinas.

Pero como vivimos en un país de desmemoriados a corto plazo, mientras leía una y otra vez el mensaje de aquella banda, que transmitía esfuerzo, lucha, trabajo, dignidad y honradez, me preguntaba qué sentirían los mismos socialistas victorieros cuando en 2016 su exalcalde, Manuel Correa, fue condenado a cinco meses de prisión y a seis años de inhabilitación especial para empleo o cargo público como autor de un delito contra la ordenación del territorio, en su modalidad de prevaricación urbanística. Por entonces, no hubo celebraciones ni tampoco se señaló a CC como culpable de que aquel actuase sin la ética que se le exige a todo cargo público. Tampoco hubo rosas en el cementerio ni sonrisas irónicas de superioridad. Nadie sabía nada más allá de lo que le interesaba.

Al final, una corona de difuntos, envuelta en una áurea sentimental, me reafirmó en la idea de que la política se sigue entendiendo como una división entre buenos y malos; también, que estamos tan acostumbrados a que los lugares públicos se utilicen por el aparato propagandístico de esos mismos partidos -para aumentar su impacto y control sobre nosotros- que hemos admitido que actúen así hasta en los cementerios. Las elecciones municipales son una pugna de intereses, falsamente disfrazada de abnegada lucha en busca del bien común de los vecinos, hasta tal punto que ni siquiera se deja en paz a los muertos, a los cuales se divide como nos dividen a todos.

*Licenciado en Geografía e Historia