Como cualquier individuo con permiso (relativo) al consuelo del pataleo abomino a menudo de las buhoneras y bullangueras negociaciones entre líderes y partidos posteriores a las elecciones. A lo que no termino de acostumbrarme -sinceramente- es a la indignación de los demás. Es realmente asombroso el asombro de honestos ciudadanos ante hipotéticos pactos entre cuatro fuerzas políticas. Porque, claro, ahora son tetrapartitos en lucha para controlar los presupuestos públicos. Desde la izquierda se observa con grimoso escándalo la apuesta por un gobierno presidido por el PP, pero cabe recordar, por ejemplo, que la primera prospectiva, ese ejecutivo presidido por Ángel Víctor Torres y sustentado por el PSOE, Podemos y Nueva Canarias, necesitaría el concurso de la Agrupación Socialista Gomera, y solo hay que recordar como Curbelo fue echado a patadas del PSOE "por un comportamiento moralmente inaceptable" o las brutales acusaciones que le lanzó Podemos en los últimos meses como reyezuelo corrupto y clientelar en su territorio. Ahora los socialistas reciben a don Casimiro bajo palio en Ferraz -están dispuestos a ponerle una sauna junto al despacho de José Luis Ábalos- y los podemitas miran hacia otro lado mientras silban cualquier tema de la orquesta Wamanpy.

Estamos viviendo un nuevo espacio político creado por la reforma electoral que creó una lista regional y bajo los topes porcentuales de las circunscripciones insulares: regresamos a los años ochenta y al diputado 31 -ahora es el 36- con un mapa político más atomizado en el que conseguir una mayoría parlamentaria que garantice la constitución y la continuidad de un Gobierno estable deviene mucho más difícil, complejo y accidentado. Un compañero me señala amablemente que la atomización no es un problema, que el problema es la incoherencia política y programática de los partidos subyugados por la obsesión por el poder. Le contesto -con un sincero respeto- que la suya es una observación muy naif. Los partidos no se comportan según convicciones ideológicas o apostándolo todo a un síntesis programática. Los partidos políticos se mueven por incentivos en su búsqueda escasamente áulica del poder entre las sombras de la ambición, la desconfianza y el chalaneo. Porque no son otra cosa sino instrumentos de participación política con el objetivo último de alcanzar o conservar el poder institucional. La fragmentación partidista -con un ecosistema político más poblado, complejo y competitivo- tiene su reflejo inmediato, igualmente, en las corporaciones insulares y municipales, siguiendo por lo general un principio de actuación muy estimulante: la entrada de nuevos actores políticos abre posibilidades para arrinconar o aplastar al enemigo tradicional o histórico. Y esa oportunidad es ideológicamente transversal y amenaza o hipoteca cualquier coherencia entre las derechas o entre las izquierdas.

Existen indicios sólidos -aflorados en los últimos días- de que se está priorizando la marginalización -o el exterminio político- del enemigo electoral tradicional, y que los grandes partidos nacionales -el PSOE por un lado y el PP y su glamurosa muleta ciudadana por otra- los que están a punto de descubrir que sin una opción de centroizquierda como Nueva Canarias y una de centroderecha como CC el sistema político se estabilizaría y se les llenarían las manos de votos huérfanos a corto plazo, con el añadido de algunos gomeros siempre casimiristas y tal vez algún herreño, y nai tiril ná y nai tiril ná.