Hace poco más de un mes se cumplían 75 años del fallecimiento de Manuel Chaves Nogales, ocurrido sobre la mesa de operaciones de una clínica inglesa, cuando sobrevivía a uno más de sus exilios concatenados. Puede que muchas personas, fuera del entorno de los escritores de periódicos o los amantes de la literatura de campaña, se pregunten acerca del motivo por el que algunos lo contemplamos aún con el respeto que genera lo auténtico. Especialmente en una época en que corren malos tiempos para la lírica, el rock de barrio y el periodismo de trinchera. Tal vez por eso su aniversario haya pasado sin pena ni gloria. Por eso es de agradecer que, al menos, TintaLibre le dedique un recuerdo en su número de este mes. Redescubrí a Chaves Nogales -y es necesario citarlo con sus dos apellidos para no confundirlo, tanto con políticos bajo sospecha como con periodistas locales situados en el polo ético opuesto- gracias a la lectura de Las Armas y las Letras, de Andrés Trapiello, en la magnífica segunda edición de su libro, publicada en 2010. Como yo mismo escribí en una columna hace casi una década, la mirada que se percibía en las fotografías de Chaves Nogales resultaba rigurosamente coherente con la que él contemplara los acontecimientos que se sucedían en España y en Europa durante la época en que participó en ellos como observador de privilegio, y mostraba a alguien que dotaba de credibilidad a cualquiera de sus escritos. Decía entonces que esa mirada, "ligera de equipaje y casi desnuda", parecía haberla posado sobre el mundo y la historia por la que había pasado, nada menos que "en medio del final doloroso de una guerra civil o del transcurrir de una contienda mundial". No me importa repetirme ni plagiar mi sentimiento de entonces, porque Chaves Nogales continúa estando de actualidad -por brillantez, honradez y estilo-, y porque el ejercicio de contrastarlo constituye un instrumento, tanto intelectual como político, necesario. Hay que releer, particularmente en estos momentos, A sangre y fuego, su imprescindible relato del Madrid de la resistencia -la que lleva del "no pasarán" al "ya hemos pasao" de los fascistas de ayer y de hoy-, en el que "los personajes que intento manejar a mi albedrío, a fuerza de estar vivos, se alzan contra mí y, arrojando la máscara literaria que yo intento colocarles, se me van entre las manos, diciendo y haciendo lo que yo, por pudor, no quería que hiciesen ni dijesen". Hay que reconocer, en las imágenes que nos asaltan y nos amenazan estos días, su descripción de los "pistoleritos flamencos y señoritos con rifle", que hace en La República y sus enemigos, cuando el periodista percibía ataques "a derecha y a izquierda". Y hay que revisar su preocupación acerca de lo que pasaba en Cataluña, y sobre la estupidez y soberbia de las dos caras del nacionalismo -que, en realidad, son la misma-, y cuya confrontación beneficia siempre a ellas, mientras jode al resto del personal.