Pasan los años y el panorama va cada vez a peor, aunque una vez más me apresuro a aclarar que esta exposición no hace referencia a todas las despedidas de la soltería, sino solamente a las que provocan vergüenza ajena y generan conflictos de convivencia ciudadana. Las habrá sanas, divertidas y que no difieran demasiado de una velada común en la que los amigos del novio o de la novia luzcan, si acaso, la misma camiseta conmemorativa y se limiten a disfrutar de la ocasión sin rozar el poste del libertinaje. Otras, desde luego, no lo son. Ya puesta, y en un alarde de sinceridad, confieso que jamás he participado en ninguna de ellas, ni como futura esposa ni como invitada. Y es que la mera posibilidad de tener que simular entusiasmo mientras un fulano al que no he visto en mi vida me sobe la entrepierna o me siente sobre él a horcajadas para alborozo de la turba me produce un rechazo inenarrable. El romanticismo, cómo no, también paga peaje.

La cuestión es que, de un tiempo a esta parte, las celebraciones que preceden a los enlaces matrimoniales se han convertido en un fenómeno más próximo a la zoología que a la antropología y está desatando la contundente oposición de sus tan numerosas como sufridas víctimas. De hecho, cada vez son más los ayuntamientos que aprueban normas y ordenanzas con miras a evitar los desmanes ejecutados por hordas de sujetos que, amparados en el loable motivo de la convocatoria, pierden el norte por completo, siempre con la inestimable colaboración del alcohol y las drogas. Llama la atención que incluso concejales pertenecientes a formaciones políticas consideradas progresistas propongan mano dura y mayor intervención policial para minimizar las molestias de estas cuadrillas que, megáfono en mano, se emplean a fondo en destrozar los tímpanos del respetable cuando alcanzan la conmovedora fase de exaltación de la amistad.

Claro que, mientras algunos infelices se limitan a sufrir en sus propias carnes la correspondiente peste a vomitona y orín, a otros les embarga el subyugante perfume del negocio redondo y el dinero fresco. Porque, detrás de estas pérdidas de autocontrol en forma de borracheras y excesos de toda índole, se esconde un negocio sumamente rentable para las empresas que se dedican a organizar estos encuentros erótico festivos que, lejos de beneficiar a las ciudades donde tienen lugar, perjudican su imagen y, peor aún, conculcan el prioritario derecho de sus vecinos al descanso y a la tranquilidad. Sin ir más lejos, esta misma semana ha vuelto a la carga el vecindario de la bella ciudad de Málaga implorando a las autoridades una solución a su drama.

Requisito imprescindible es que se trate de enclaves distanciados geográficamente del domicilio de los participantes del festejo, que de ese modo podrán desfilar con sus chabacanos disfraces, penes gigantes, muñecas hinchables y demás complementos presuntamente divertidos sin riesgo de ser descubiertos por sus más allegados. Este despliegue de ofertas cada vez más sofisticado incluye, además del alojamiento, la cena, la barra libre, el toro mecánico y el inevitable espectáculo del boy o la stripper de turno por un módico precio que oscila entre los cien y los doscientos euros por cabeza.

Ciertamente, sobre gustos no hay nada escrito. Será por eso que, donde algunos ven inocente diversión y saludable desparrame, otros sólo percibimos ordinariez, vulgaridad y falta de respeto, en especial hacia el hombre o la mujer que a los pocos días se convertirá en compañero de vida.

Asimismo, no deja de resultarme chocante la argumentación que esgrimen los adalides de estas rentables iniciativas cuando pretenden que sean las propias autoridades municipales las que provean de dispositivos de seguridad y de servicios sanitarios a estas cíclicas concentraciones de fin de semana. No sabía yo que abandonar la soltería fuera equiparable a un partido de fútbol de alto riesgo, pero va a ser que sí.

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