Amaga Sánchez con apropiarse de los modos del marianismo. Tanto se fija uno en su adversario que, al final, tiende a imitarlo. Resultaría muy peligroso, no sólo ya para él sino para el conjunto del sistema, que también incurriera en el juego pasivo de transferir a otros una responsabilidad que sólo es suya desde el momento en que aceptó el encargo de Felipe de VI de formar Gobierno. En esa posición, el aspirante a seguir en el cargo tiene que asumir que su pasado le impide reclamar a nadie que se abstenga para despejarle el camino. Y no puede hacerlo ni siquiera aunque el triunfo de la moción de censura sirviera de prueba de que la abstención, forzada y dramática, del PSOE ante Rajoy fue una salida en falso. A Sánchez hay que exigirle ahora que resuelva sin hacer ostentación del dominio del tiempo de todos, con la agilidad necesaria para que no transcurran más de dos meses entre las elecciones generales de abril y el momento en que haya un Gobierno con plenas facultades. El pasado siempre pesa, pero más si es reciente. Pesa también para Iglesias, consciente de que no puede incurrir de nuevo en cerrar el paso a un Ejecutivo socialista como hizo en 2016. Con la fallida apuesta por la repetición electoral, que al final desembocó en la continuidad sí o sí de Rajoy, quedó inaugurado el despeñadero y el rodar cuesta abajo que llevó a Podemos su menguante condición actual. Aquel error marca a Iglesias casi tanto como el nuevo escenario, en el que la suma de PP, Ciudadanos y Vox dejó de ser una amenaza para materializarse con certeza matemática allí donde los números dan. El único, sólo en apariencia, libre de su pasado transversal y renovador es Albert Rivera, escorado a la derecha como si siempre hubiera sido su inclinación natural. Su renuncia a una centralidad que ahora lo hubiera convertido en rey del tablero público tiene mucho de suicidio político, de autodestrucción de aquello sobre lo que creció. Apuntalar al PP en sus feudos resulta un camino tan extraño como dudoso para hacerse con el liderazgo de la derecha.