Ya se sabe: el más popular de los juegos de azar de las Islas lo es, sobre todo, de astucia, de picardía y de habilidades, y de marrullerías. Sin esos ingredientes el envite no sería lo que es. Saber engatusar, irle soltando liña a la cometa, tener paciencia cuando toca o escapar si la situación lo aconseja, sin perder vista y oído al trapicheo. Cualquier seña mal atrapada por los tuyos o sagazmente cazada por los contrarios puede dar al traste con la partida, por muy encarrilada que estuviera hasta ese instante. Lo imprevisible es lo decisivo. La clave está en administrar los tiempos, dosificarlos hábilmente. Y los aspavientos. Mucho aspaviento si el momento lo demanda, y mucho manoteo embarullado de palabras y palabras. De todo ello dependerá en buena medida el resultado final. Una partida comienza en realidad antes de que parezca que empezó: justo con el conchababeo de las contraseñas. Es el momento de las martingalas, de concertar tempos y señas: visajes que apenas lo son, con uno u otro o con ambos ojos; pestañeos rápidos o desganados, tal un sirimiri de calculados aburrimientos; fugaz aparición de la lengua, en el centro o en las comisuras, un asomar apenas, escurridizo como la cola de una lagartija, o relamiéndose con la fruición del que aprovecha hasta la última gota de miel que quedó en los labios; o la fingida impertinencia de una ceja más arqueada que de costumbre, con y sin alguna intermitente insistencia; o los fruncidos de la frente del que supuestamente se entrega de pronto a cavilaciones profundas, o un respingo de la nariz, que pudiera parecer natural; también cualquier carraspeo más o menos seco, o el aparente descuido de tocarse una oreja o rascarse lo que sea. Todo y más vale; un código preciso e inconfundible, como el morse. Nadie sin embargo, entre semejante vocinglería, tanta mueca y tanta mirada cruzada o al soslayo parece adivinar cuándo y de qué manera acabará la función. De la vira que toque, de los arrastres y de las cañas, de la perica, de los mandadores, y de tantas otras más depende el juego, y con él el desenlace. Un buen mandador es el que maneja con tino los estira y los afloja, el que, llegado el momento que aguardaba al acecho, sabe ordenarle al que convenga de los suyos: "Usted agácheseme y déjese ir pal pie"; porque, para ganar hay que arriesgarse a soltar a veces alguna de las piezas más ruinitas o sacrificar la que sea necesaria, por muy valiosa que parezca, para poder cantar ¡vido!, o ¡chico fuera! En esas se está. Tiempo queda por delante para acabar el juego. Solo se han arrayado por ahora un par de millos.