Tuvo una vida de lujos, chófer, jardinero, asistentas y una casa tan grande que un día, cuando decidió que no conduciría más, metió el coche en un trastero del jardín y lo tapó con una lona. Allí lo aparcó durante años hasta que un nieto se lo pidió. Vivió su juventud confundiendo la noche con el día. Sus cinco hijos recordarán siempre una frase suya. "Sé cuando salgo, pero no cuando entro". Siempre fue una jipienta, libre como el viento. En los roperos no había ni una pieza negra, todo alegría y colorines. Sus hijos nunca le hicieron mucho caso, se avergonzaban de ella, y cada vez se distanciaban más. "Mamá se ha vuelto loca", alegaban, y para sostener esa afirmación recordaban que un día se encontró en el jardín a un negro y se hicieron amigos. Merodeaba por el barrio recogiendo matojos. La economía de Dolores era buena. Presumía de no haber trabajado jamás. Encargaba comida y casi sin darse cuenta fue metiendo al negro en su vida. El hacia tareas, la cuidaba, la entretenía y cuando necesitó quien le echara una mano lo eligió a el. Le preparó una habitación en un rincón del jardín y allí vivió unos años. Un día sonó el timbre. Era una de las hijas de Dolores. Discutieron. La visita duró apenas nada. "Y a éste lo echas a la calle", le gritó. Con 86 años, la mujer no estaba para peleas. Días después llamó al jardinero y le propuso matrimonio para poder protegerlo en la herencia. No quería que sus hijos disfrutaran de sus propiedades así que llamó a un abogado y escrituró a nombre de su amigo todo lo que legalmente podía. Algo alcanzó.

Una tarde escribió una carta con cinco copias.

Así se enteraron los hijos que mamá se había casado y no por amor.

"Nadie merece lo mío más que Saul", dijo antes de morir.