Recuerdo aquellas crónicas de la guerra de Yugoslavia como si fuese ayer, acrecentadas estos días por el aniversario de la batalla de Normandía, considerada el inicio de la liberación de Europa frente al dominio nazi. Playas como las de Omaha tiñeron sus aguas con la sangre de miles de soldados, que murieron defendido una causa y cuyos cuerpos cayeron como fichas de dominó.

Las escasas fotografías que se conservan de ese desembarco las hizo Robert Capa, el fotoperiodista que iba en una de las lanchas que transportaban a los Aliados y que inmortalizó el momento de aquella carnicería; están desenfocadas porque él también fue víctima de los estragos de aquel terrible suceso y de la necesidad de supervivencia en instantes así.

En su biografía, Sangre y champán, Alex Kershaw narró lo que percibió Capa en torno a lo que consideró como una masacre anunciada. Los soldados con los que iba eran jóvenes a los que se les arrancó de cuajo su presente para conducirlos hacia una muerte segura, todo en aras de las consignas de libertad y defensa de su patria. A su edad, lo normal era imaginarlos en la plenitud de la vida; en cambio, sus rostros cadavéricos anunciaban un horror del que ya no podían huir porque en el último instante fueron conscientes de que todo terminaría allí. Muchos estaban desencajados por el pánico; otros vomitaban por ese temor extendido; y la inmensa mayoría se miraban al escuchar el cada vez más cercano y agudo sonido de las balas y los cañones. Entonces, la nave que los transportaba comenzó a bajar la rampa; antes de que pudieran ver la playa de Omaha, gran parte ya estaban muertos.

Nada de esto es nuevo. El escritor Stephen Crane lo recogió en su novela El rojo emblema del valor, una dura crítica hacia los conflictos bélicos y quienes los originan, así como la lucha moral de los que no desean participar en ellos porque comprenden que son peones en manos de otros, que los sacrificarán en aras de lo que consideran como un bien mayor. Por su parte, Svetlana Alexiévich dejó constancia en Los muchachos del zinc de los jóvenes soldados soviéticos que regresaban a sus casas en un ataúd de zinc, sin que sus madres pudiesen abrazarlos porque habían fallecido en la guerra encubierta de Afganistán (1978-1992), es decir, que formalmente no existía.

Todas las contiendas dejan miles o millones de muertos entre los bandos enfrentados. Al final, en los libros de Historia y en las noticias solo importa el vencedor y los hechos macabros, pero no se habla de las vidas perdidas, cada una con una pequeña historia anónima sobre sus espaldas. Mientras tanto, hay cientos de monumentos por todo el mundo que recuerdan a los soldados desconocidos, aquellos que no volvieron a sus casas, que acabaron descuartizados por una bomba o cuyo cadáver nunca apareció. Esa es la manera de honrar su memoria, en forma de estos altares hacia quienes entregaron todo por una noble causa, como si disparar y asesinar fuese algo loable.

Me imagino a infinidad madres llevando flores a la tumba de sus hijos (si es que tuvieron suerte de enterrarlos), viejas y sin nietos, sin haber disfrutado de la adolescencia y madurez de aquellos que salieron de sus vientres. Un día, cuando ellas ya no estén, esas mismas tumbas quedarán a merced del tiempo y el olvido porque nadie se acordará de ellos. Y los cementerios militares nos recordarán lo poco que cuesta una vida y lo fácil que es acabar con ella en un instante, para gloria y poder de quienes se sentaron detrás de una mesa para conducir a pueblo a su propia destrucción.

Rememoramos la importancia de Normandía, pero yo sigo acordándome del francotirador serbio, que disparaba a la anciana que cruzaba la calle en busca de comida. Primero, la hería, regocijándose cómo se desangraba; luego, esperaba a que alguien la ayudase. Entonces, asesinaba a ambos.

*Licenciado en Geografía e Historia