Los reinados mueren como mueren los imperios y las modas, todo va y viene, todo aparece y desaparece en el torbellino del tiempo, ese sátrapa fiero e inclemente. No hay castillo que quede en pie ni gran superficie comercial que conserve su esplendor y su glamour, ni siquiera las tiendas de móviles se escaparán a este destino cruel. Hasta los elfos, los duendes o las hadas que creemos tan contentos en su mundo de candor y de misterio viven momentos de mudanza y temen por su supervivencia atrapados por la aparición de otras criaturas que van adquiriendo su corporeidad enigmática, su cualidad de seres iluminados.

Todo se halla aherrojado por la tiranía de la mortalidad.

¿Puede extrañar que en este batiburrillo de cambios, de saltos discursivos, de sombras segadas por las guadañas, las ideas hayan desaparecido y hayan dado paso a las ocurrencias?

¡Ah, las ideas! Aquellas orondas señoras, desafiantes, seguras de sí mismas, que iban por ahí comiéndose el mundo, invocando ser hijas nada menos que del entendimiento humano, de la lectura, de la reflexión, ay, aquellas ideas que, cuando se reunían, formaban una especie de Arcadia exuberante, amante de la metáfora, del brillo imaginativo, son hoy elementos del pasado, verduras de las eras, fragmentos de un pasado roto? Tan altivas fueron las ideas que dieron lugar a palabras como ideólogo, idealista, ideografía y por ahí seguido. Crearon un oficio, el de intelectual, ese ser humano que tiene como misión el juego, la diversión precisamente con las ideas, encadenándolas, poniéndolas en fila india para que cada una adquiera su adecuado realce y lugar en el mundo epistemológico. Hasta, suprema osadía, dieron lugar a una asignatura que se llamaba Filosofía y que se estudiaba en el bachillerato.

Precisamente por ahí se empezó. Vinieron personajes abominables que, encaramados en los puestos directivos del Ministerio de Educación, personajes insufribles, necios, henchidos de una soberbia inflada por su incultura, decretaron la desaparición de la Filosofía en los estudios secundarios con la vista puesta en hacer lo mismo en la Universidad al aconsejar astuta pero perversamente a los jóvenes que se dedicaran a estudiar cosas útiles, impulsando lo productivo y mandando a las tinieblas las preocupaciones del espíritu. Que esto fuera el preludio de la barbarie acaso lo sospechaban pero no lo lamentaban. Siguieron adelante en su siniestro designio.

El resultado está a la vista. La idea, las ideas han sido sustituidas por la ocurrencia, por las ocurrencias.

Ocurrencias henchidas de prejuicios, de ofuscación, de rutinas y de perezas mentales. Ocurrencias que son paradigma de la frivolidad, de lo ligero e insignificante.

Una ocurrencia es a una idea lo que la figura de un cuadro de Velázquez a la lata de sopas de Warhol.

La ocurrencia es escombro, cascotería. La broza y el derribo.

Cuando la idea enferma, palidece, adelgaza, se agarrota y esclerotiza es cuando surge esa ocurrencia acerca de la que estoy escribiendo. Es decir que una idea con dolor de vientre o con una abierta diarrea da lugar a la ocurrencia que todo lo ensucia.

De la misma manera, cuando una idea pierde su coraje, su capacidad para levantar el vuelo, para desgarrar los horizontes y surcar los mundos de agua y aire es cuando surge la ocurrencia.

Así como había concursos de ideas, ahora hay, con ocasión de los grandes debates políticos, concursos de ocurrencias en los que todo es ficción e impostura. Un pasar por encima de los asuntos armado con el diabólico arsenal de los efectos teatrales y de las artimañas bufas.

Allí, en fin, donde la luz pierde su fulgor y su capacidad para liberar los enrevesados problemas del mundo, allí surge la sombra de la ocurrencia con su efecto devastador al ser partera del atolondramiento y la confusión.

La ocurrencia es una idea hecha añicos.

Las ideas fueron la victoria de la ciudadanía. Las ocurrencias son su derrota.