Pasan las elecciones y las generaciones pero es inútil: la tentación irresistible ante los resultados de cualquier proceso electoral es concederles un significado. Desde los periodistas que garrapatean con sus dientes de leche hasta las momias consagradas todos se dedican a cargar de significado las elecciones: los ciudadanos prefieren un gobierno de coalición entre las izquierdas, la desconexión política de los catalanes con el resto de España es ya irreversible, los votantes derechistas prefieren a Pablo Casado sobre Alberto Rivera o con el voto a Vox miles de españoles están llamando la atención sobre asuntos que no figuran en la agenda política y así todo el rato. Aunque parezca lo contrario, una urna no es una oca que bienaventurados arúspices abren en canal -con un micrófono o una licenciatura en Políticas- para averiguar el sentido de voto. Por supuesto, los propios políticos son los primeros interesados en proponer hermenéuticas de chichinabo para articular un significado de los resultados electorales que beneficien a su organización política o justifiquen sus estrategias para conservar o conseguir el poder. El resultado final del recuento electoral recoge un agregado de votantes y en cualquier sociedad compleja (como lo es la española o la canaria) los votantes se mueven por múltiples intereses, incentivos y expectativas.

Todo lo que se puede decir no es demasiado. Por ejemplo, los que votaron a Podemos en las recientes elecciones generales y autonómicas no lo hicieron (necesariamente) para apoyar a un presidente socialista, o para apoyarlo a cambio de cargos en gobiernos de coalición, o para apoyarlo sin formar parte de ningún gobierno. El votante de Podemos pretendía que Podemos ganara las elecciones y aplicara su programa. Lo mismo ocurre con los votantes de Ciudadanos, el PP o el PSOE. Por supuesto que existen matices obvios: el votante tradicional u ocasional de un partido puede optar por otro para maximizar el rendimiento de su voto en una coyuntura que estima grave o peligrosa; los votantes de fuerzas nacionalistas o regionalistas a las Cortes pretenden avalar a partidos con capacidad de presión y negociación ante el Gobierno central.

Las narrativas sobre los resultados electorales no son otra cosa que un subgénero literario, pero como subgénero que no tiene otro objeto que la propaganda. Para continuar con un ejemplo podemita: la organización de Podemos en Andalucía rechazó siempre pactar con Susana Díaz y Teresa Rodríguez -su líder, que llegó a la organización a través del partido Anticapitalistas- abomina "del deseo de convertirse, como siempre, en una muleta del PSOE". Para Rodríguez y sus compañeros pactar por el PSOE "para desarrollar un programa de regeneración democrática y más justicia social" es una sandez insoportable, porque los socialistas andaluces tienen a dos expresidentes de la Junta de Andalucía y otros 25 excargos públicos procesados -no imputados- por supuestos delitos vinculados a la corrupción.

Las elecciones no tienen significados, pero tienen consecuencias derivadas de pactos, acuerdos y troceamiento del poder. Es realmente curioso que se fantasee tanto con lo primero y se analice tan poco lo segundo.