No deja de sorprender, en un entorno en el que los elementos patrimoniales se pueden contar -literalmente- con los dedos de la mano en muchos municipios, que una parte de la administración abogue abiertamente contra el deseo común ciudadano de conservar el patrimonio, mostrándose contrario a la conservación, la rehabilitación, y, en extremo, la reconstrucción de valiosísimos elementos patrimoniales que, sin esa adecuada atención, serán meros recuerdos en pocas décadas, si no años.

Hoy, el destino del castillo o torre defensiva de San Andrés se encuentra en un impass de decisión administrativa que -contra la opinión ciudadana- el Cabildo insular rechaza reconstruir, optando por el mantenimiento de la torre como ruina consolidada, evitando -antes siquiera de pronunciarse el resto de administraciones- estudiar la reconstrucción de la misma.

El desgraciado incidente de la Catedral de París ha puesto en tela de juicio patrimonial las intervenciones de repristino a la hora de mantener vivo el patrimonio, y pese a la diferencia entre aquella y ésta, la realidad es que la torre defensiva de San Andrés posee un amplio historial de obras de conservación, reconstrucción y mantenimiento, cuyo nombre se asocia a la heroica defensa de Santa Cruz contra las huestes del almirante Nelson, en cuyas acciones jugó un papel determinante, pero que no pudo sortear las escuadras de la tormentosa Anaga, y cedió al aluvión de 1895. Dado que se posee la documentación original de la obra, el repristino en este caso se puede evitar.

Su ubicación estratégica ha provocado que la rambla de San Andrés y sus avenidas durante siglos la hayan arruinado, desde 1706 que se levantara la primera, hasta 1770 en la que se levantaría la tercera y definitiva, que ha llegado hasta nuestros días colapsada en su sección norte. Hoy la causa de las sucesivas ruinas de la torre ha desaparecido con la reconducción de la rambla, así como el sentido estratégico de la misma. ¿Para qué reconstruirla, entonces? ¿Para mantener un trozo de nuestra historia? ¿Merece la carga sobre el erario público para sólo mantener el pasado presente? ¿Sólo existe la posibilidad de reconstruir, o de mantener exactamente en su estado?

Esas necesarias preguntas, cuya respuesta desde la disciplina patrimonial es obvia -un monumento con esta historia y significancia, uno de los más señalados de la historia de España en Tenerife, ubicado en el término municipal de una capital provincial e insular no merece encontrarse así-, parecen no encontrar respuesta desde el simplismo reduccionista que prefiere destinar fondos a otras cuestiones de interés, porque, al fin y al cabo -no puede siquiera escribirse sin que duela- para un sector de la población esos restos no son más que piedras antiguas y el dinero está para cosas de mayor relevancia.

Y, efectivamente, bien pudiera parecerlo. Pero cuando se atiende al patrimonio no como una colección de pasados, sino unas opciones de futuro, se entiende que esas piedras antiguas son, en realidad, un futuro sostenible camuflado. Porque obviar las reconstrucciones -la problemática en realidad no es reconstruir, sino atender debidamente al patrimonio- es obviar la necesidad de volver la mirada sobre lo que ya existe, para evitar seguir creciendo y fagocitando una naturaleza agotada.

Porque destinar recursos para levantar nuevos edificios, cuando los que nos ha dotado la historia se encuentran sin uso y en proceso de ruina, es, en realidad, tan ilógico como esperar que, actuando de la misma forma, tengamos resultados diferentes. Ya el desarrollismo de las décadas de los 60 y 70, haciendo caso omiso de la preexistencia -según los postulados de la carta de Atenas- nos dejó unas ciudades anómalas y un litoral alterado, que truncaron parte de nuestro patrimonio -véase el barrio del Toscal, o el litoral sur-.

Ahora, cuando de nuevo se tiene la oportunidad de valorar la prexistencia histórica y monumental, volvemos a abandonar el futuro a su suerte, abandonando la necesidad de generar polos de atracción para un turismo cultural de calidad, la oportunidad de poseer un patrimonio activo que sirva de aglomerante social y, ante todo, la oportunidad de evitar un gasto excesivo valorizando la rehabilitación y la reconstrucción como opciones de crecimiento sostenible frente a la destructiva ampliación de la ciudad, de nuevo, y siempre, contra la naturaleza cercana y el castigado litoral.

La torre de San Andrés, en realidad, no es únicamente una torre. Es un patrimonio que es, ante todo, ecológico, turístico, cultural, y, sobre todo, común a todos. Por ello, todos, hemos de decidir sobre él.

*Profesor de Arquitectura y coordinador de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Europea de Canarias