En pocos días se ha roto de nuevo el paisaje del arte en Canarias. Dos pintores de muy diferentes talante humano y sensibilidad artística acaban de irse, sin que ninguna espadaña de las tan prestas siempre a tañer y tañer por algunos haya dejado caer siquiera un humilde doble en su memoria: Fernando Massanet y Juan Pedro Ayala.

Massanet lo ha hecho en el crepúsculo de su existencia. Bregó en épocas difíciles para cualquier artista que luchara con independencia en las Islas. Ayala, en plena madurez creadora, quebrada en el arrebato de una vida de desafíos impredecibles. Uno y otro con mundos y obsesiones de muy diferente calado y un rumbo divergente en sus concepciones plásticas como creadores, pero emparejados ahora por el rasero de la muerte.

Conocí a Massanet a finales de los sesenta del siglo anterior. Obra suya comenzaba a verse en colectivas mientras estudiaba Bellas Artes en la Escuela Superior de Santa Cruz de Tenerife. Soñó con dedicarse a la docencia, pero la vida frustró el que era su horizonte. Por aquello de los destinos castrenses de su padre, Fernando nació en Las Palmas en 1938. Pero en cuanto la familia pudo, se vino a Tenerife. Aquí creció y fraguó su alma de artista. Pertenecía a la generación de los niños de la guerra, la generación escachada, que decía su profesor el escritor Enrique Lite. En su pintura se percibe, tamizado, el lirismo de las resignaciones inevitables; juegos de rebaños como de nubes precipitándose sobre ocres cernidos. Apenas se prodigaba como acuarelista, porque no podía más; ocupaciones prosaicas cotidianas lo aherrojaban y le robaron lo mejor de su tiempo. Recuerdo haberle presentado la última o penúltima muestra de su obra, con su inseparable amigo el escultor Eladio de la Cruz, en el Museo de Historia de Tenerife, en 1987.

Otra pasión de Fernando Massanet fue el coleccionismo de materiales prehispánicos. Surgió en él de manera inesperada. Cierto día, mientras caminaba por la gran escombrera del volcán se topó al azar, en el interior de una de las innumerables cuevas de aquel inmenso mar de lavas, con un gran cuenco de barro modelado por manos guanches, de seis a siete kilogramos de peso y capacidad para más de medio centenar de litros de líquido, que se conservaba milagrosamente intacto, quién sabe desde cuántos cientos de años. Así comenzó. Llegó a rescatar casi trescientas piezas, entre gánigos y otros cuencos, añepas, banots, rudas piedras de molino, y hasta un inapreciable fragmento de tamarco o un collar único de lapas ensartadas, siempre en superficie, nunca mediante excavaciones. Reunió así la más importante colección privada de Canarias. En 1994 la donó al Museo Arqueológico del Cabildo de Tenerife, junto con un mapa, croquis y apuntes sobre los lugares donde había encontrado cada pieza; que así de responsable era. El 15 de julio próximo se cumplirá un cuarto de siglo de la entrega. ¿Harán algo el Cabildo o el Museo para recordarlo en esa fecha?

Juan Pedro Ayala era un ser taciturno, reconcentrado en sí mismo, que parecía ir devorando, cabizbajo, sus propias obsesiones mientras caminaba por su Santa Cruz natal a grandes zancadas. Con parecidos toques de pincel lo retrató Maribel Nazco, que había sido profesora suya en la Facultad de Bellas Artes de la ULL y la "culpable", según él, de que, tras años "en blanco", retomara los pinceles y volviera a pintar. Lo retrató en la laudationem a Juan Pedro, al serle entregado el premio Excellens de pintura para creadores jóvenes pero de bien cimentada personalidad, que le concedió la Real Academia Canaria de Bellas Artes en 2013.

Bajo las entretelas de su mundo interior se agitaba una tolvanera de desesperanzas sacudiéndolo sin remedio, y de rebeldías que evitaba celosamente que pudieran emerger. Era un ser "de carácter tranquilo, apacible y noble", decía Maribel, pero estigmatizado en lo hondo por oscuras turbulencias. Nació en 1972. Estudió Bellas Artes. Recibió varios galardones valiosos, entre ellos también el de la Bienal de Artes Plásticas de Santa Cruz de Tenerife en 2010. Su primera muestra de pintura, Árboles¸ la abrió en Magda Lázaro en 2003. En ella proporcionaba ya claves tempranas de por dónde iba a transitar su obra de creación. Su acusada hipersensibilidad le llevaba a interpretar sus exposiciones como fracasos, que nunca lo fueron. Esa depresiva estimación lo arrastraba premonitoriamente a largos silencios. Su paleta basculó sabiamente desde el temprano pop hasta un expresionismo de rabiosas reverberaciones cromáticas. Los suyos eran árboles acribillados por la luz, apuñalados por destellos increíbles. Reunió en un manual de colores nacidos de la rabia y el ensueño los ejemplares más bellos de una flora única. Nunca flamboyanes, dragos, jacarandas y tupidos cañaverales crecieron tan dolorosamente hermosos como en el jardín que cultivó para Marián. Ya no están ni uno ni otra. Pero su perfume se mantiene.