Comparto plenamente el espíritu de ese refrán que reza que "el que acierta en el casar, no tiene más que acertar", ya que, por desgracia, he sido testigo de las suficientes rupturas de pareja como para conocer de primera mano el dolor que llevan aparejado. Asimismo, estoy acostumbrada a oír que el amor no entiende de edades y creo firmemente que tal afirmación es muy cierta. Pero, por la misma regla de tres, tampoco el desamor es un sentimiento exclusivo de la juventud y, por lo tanto, las personas maduras no están exentas de padecerlo.

Abundando en esta cuestión, en los últimos años se ha puesto de manifiesto un fenómeno imparable, que no es otro que el aumento de procesos de divorcio en parejas de más de sesenta años de edad. No son, ni de lejos, el grupo de edad en el que más procesos de separación se producen, pero sí en el que más han crecido. Los números ofrecidos por el Instituto Nacional de Estadística así lo avalan, indicando que aproximadamente un 37% de las separaciones matrimoniales en España se producen en el seno de matrimonios con más de veinte años de vida en común. En la actual década, las rupturas tardías en nuestro país se han multiplicado por cinco y no somos un caso único en el mundo. Se trata de una epidemia global. Detrás de tales estadísticas subyacen infinidad de fenómenos convergentes, desde el aumento de la longevidad hasta la anhelada liberación de la mujer, pasando por la obsesión por la realización personal. La separación tardía ya no se considera un fracaso, sino una atractiva alternativa vital. Así, afirman los expertos que la frontera de los sesenta y cinco resulta letal para los cónyuges peor avenidos que, tras una existencia de ajetreo profesional, se ven condenados a pasar el día juntos como consecuencia del cese de la actividad laboral.

Por regla general, los motivos que les animan a tomar una decisión tan trascendental no difieren de los habituales, es decir, la monotonía, la falta de proyectos en común y las continuas discusiones. A ellos se añade de forma preeminente la ya citada jubilación, que suele incidir muy negativamente en el desarrollo de la relación, habida cuenta que coincide con el momento en el que los hijos se independizan, circunstancia que les aboca a una convivencia doméstica mucho más intensa y, en consecuencia, altamente insatisfactoria. Hasta entonces, los problemas conyugales permanecían ocultos entre las rutinas diarias, pero el sobrevenido punto final del trabajo abre la veda de los roces y las tensiones entre dos seres acostumbrados a compartir únicamente, y en el mejor de los casos, las comidas y las cenas.

Sin embargo, en la actualidad, a las personas pertenecientes a esta franja de edad les sobran fuerzas para reflexionar sobre el modo en que quieren afrontar su destino y muchas de ellas se deciden a probar. De hecho, en Estados Unidos se habla desde hace algún tiempo de tres enlaces (uno en la juventud, otro en la madurez y un tercero, en la senectud) como tendencia de futuro. Con independencia de que no existan rupturas fáciles, cada vez es más frecuente que los implicados se planteen, pues, la posibilidad de no seguir desperdiciando su tiempo y decidan emprender en solitario una nueva andadura.

Siempre surgen dudas sobre cómo afrontar la soledad, asumir la incomprensión ajena, abordar un cambio de residencia o, incluso, modificar los recursos económicos. Pero, si la decisión es firme, estos condicionantes no deben suponer un freno para su puesta en marcha. Nada más lejos de mi intención que promocionar una separación o un divorcio. Ahora bien, a menudo insisto en mi convencimiento de que las personas merecen como mínimo una segunda oportunidad en la vida. Por lo tanto, resignarse a mantener un matrimonio fallido no parece la opción más deseable, máxime cuando aún les queda tanto por vivir.

www.loquemuchospiensanperopocosdicen.blogspot.com