El móvil es un arma de repetición. Aprietas una tecla y suelta una ráfaga bajo la que cae gente a la que ni siquiera conoces. Cuando hice el servicio militar, en las prácticas de tiro, utilizábamos con frecuencia las ráfagas para matar de un solo clic a muchos enemigos imaginarios. El sargento nos invitaba a disfrutar de esa sensación de poder. Leí de joven un cuento, no recuerdo de quién, en el que el diablo le proponía a un hombre liquidar a un desconocido que vivía en el otro extremo de la Tierra. Le daba algo a cambio, quizá un puñado de oro. Imagíneselo. Usted se encuentra en su sofá, viendo un programa de sobremesa de la tele, junto a su esposa, cuando una voz interior le propone acabar con un chino a cambio de que le toque la lotería. Y sin moverse, solo pensando que lo mata. Hay millones de chinos en el mundo. ¿Quién echaría de menos a su víctima?

¿Qué haría?

No sabemos qué haría usted, pero sí lo que haríamos nosotros, en conjunto, como humanidad: matarlo. Con el teléfono móvil se mata ahora bastante. Y a cambio de nada, solo por el placer de darle gusto al gatillo. La banalidad del mal, de que la que tanto sabemos y de la que tan poco hemos aprendido. Te llega un wasap con una vileza referida a una compañera de trabajo y el primer impulso es el del reenvío. Ahí comienza la multiplicación, el tableteo, la metralla. Ni siquiera te has detenido a pensar a quién harás daño, además de a la primera de las personas implicadas. ¿Tendría marido, hijos, padres, hermanos??

Entre nosotros está prohibida la tenencia de armas, afortunadamente. Fusiles, pistolas y cuchillos permanecen fuera de la circulación. Pero siempre buscamos el modo de burlar la ley. El coche, por ejemplo, es tan peligroso como un revólver. Y, ahora, el teléfono móvil, que sirve para muchas cosas útiles, aunque también para acosar, para excluir, para hacer daño moral, incluso para arrebatar la vida. No la vida de alguien de un continente lejano, sino la de una compañera de tu empresa, por ejemplo: la mujer del despacho de al lado, la que ficha a la misma hora que tú. Bueno, somos así. El primer impulso es el de disparar. Deberíamos esperar siempre al segundo.