Las chicas de su tiempo, que es el mío, empezaban a trabajar a los diez años; apenas aprendían a leer, iban a las escuelas de vez en cuando, y empaquetaban tomates o plátanos cuando no eran ni adolescentes. Era por el año 58 y el Puerto de la Cruz, nuestro pueblo, se dividía en dos, el pueblo de antes de la guerra y de las guerras, cuando a él venían Agatha Christie y Bertrand Russell y Alexander Humboldt, y el pueblo que vino luego, con el turismo. Entonces, antes de los 60, venía un turismo digamos literario. Artistas bohemios, escritores, gente que había escuchado, quizá por aquellos que vinieron antes, hablar del clima y del casino del Hotel Taoro. Algunos de esos turistas cayeron junto a nuestra casa, en lo que se llamaba Camino Cordobés (y se llama aún así) pero que el ayuntamiento o mi padre rebautizaron, en el tramo que nos corresponde, como calle Nueva.

Entre aquellos extranjeros que vinieron entonces estaba un sueco excéntrico y su familia creciente. Su mujer era escritora, una mujer suave que escribía cuentos para niños. Y estaba su hija Tamara, que luego sería también pintora. El pintor era un hombre grande que había traído, para transportar a su familia, una ambulancia de las que se usaron en la primera guerra mundial. Un día nos retrató a todos, en una foto memorable en casa pues allí estamos los chicos del barrio y nuestra familia. El propio fotógrafo hizo copias de la foto, e incluso pintó a nuestra madre en un cuadro que reactualizó muchos años después y me entregó una de las veces que estuve en Estocolmo.

Hay otra fotografía que hizo el vecino sueco, al que llamábamos Oso. En esta otra fotografía, que sirvió de portada de un libro, está solo nuestra familia. Mi madre sostiene a los suecos (Tamara sobre un brazo, Gofio, que nació aquí, en el otro), y con mi padre y conmigo están mis hermanos Paco y Carmela. No estamos todos: falta Pulsera. Pulsera era Candelaria, a la que Tamara llamaba así porque en su infancia y en su adolescencia siempre usaba pulseras. Se quitó las pulseras, se fue Tamara y ya Candelaria volvió a llamarse Candelaria para todos? excepto para Tamara, que así la sigue llamando desde Malmoe, Suecia, donde vive como pintora. Estos días pasados me acordé mucho de ese nombre y de Tamara. Hablé mucho con Candelaria de esa época, cuando los dos éramos niños y se producían, al otro lado del barranco, donde vivían nuestros abuelos, todo tipo de acontecimientos que quizá nosotros mismos nos inventábamos. Como en los cuentos y en las novelas de Julio Cortázar, en los barrios pasa eso, que hay dos zonas, una es la que conocemos, porque la tenemos cerca, y la otra está llena de misterios. Es el otro lado, del que también escribía Borges. Lo desconocido, lo que nos llama la atención.

Pulsera no está en esas fotos ni quiso nunca, luego, salir en fotografía alguna. Por timidez, seguramente, quizá por esa superstición que a los indios norteamericanos hace también rehuir el retrato. Lo cierto es que en ninguna de aquellas fotografías con los suecos está Pulsera en ningún sitio. Tampoco respondía cuando se le preguntaba por qué no salía en las fotos, y ya se hizo materia de conversación en casa la reiterada ausencia de Candelaria en los retratos. Pasado el tiempo, en ese lado de allá donde vivían los abuelos ella se hizo una huerta bellísima, que era como una parte del cielo, y allí, ya mayor, de mi edad aproximadamente, pues solo me llevaba un año, se dejó retratar por sus numerosos sobrinos, que la adoraban. Durante estos últimos días, mientras hablábamos de su huerta, ahora una leyenda entre sus amigos y sus parientes, me estuve fijando que en un rincón de su habitación tenía en fila una serie de fotografías en las que ella posaba muy orgullosa junto a todos los logros estéticos de su huerta.

Uno es lo que hace con las manos, desde la caricia al saludo, a la pintura y a la escritura; y uno es por tanto, también, lo que siembra, lo que cultiva. En esas fotos que tenía Pulsera en su habitación, posando para que quedara memoria de su presencia en la huerta y en la vida, está lo que ella sembró. Pero no tan solo eso. Sembró en el alma de los otros una bondad que sólo se puede contar en silencio y sonriendo. O admirando las huellas que Pulsera dejó en su huerta.