No se puede luchar contra el amor. Me he enamorado de tres hombres -puede que cuatro- en mi vida. Pero intento hacerlo cada día: de poder contar noticias al minuto, de las risas, del agua cristalina del mar, de los libros, de la cúpula de San Andrés del Quirinal en Roma, de una cerveza con amigos. Hace unos días me enamoré de un bañador de marca. Negro, escotazo, divino. El único contratiempo era el precio. Pero ya les he advertido que no se puede luchar contra el amor. Así que tuve que gastarme medio sueldo. Lo conté en redes sociales: "Me he comprado un bañador y un bikini maravillosos y ahora no puedo comer en lo que queda de mes". Recibí un par de respuestas que, entre otras cosas, me contaban que Lady Di comía una aceituna y una hoja de lechuga al día. "Ni para eso me llega"; les juro que en todo momento hacía cálculos sobre lo que me puedo gastar en comida durante dos semanas. Hasta que vi la luz: "Anda ya, estás fantástica", me dijo una amable seguidora. Entonces me di cuenta de que probablemente casi nadie había entendido lo mismo que yo pretendía decir. El maravilloso mundo de las connotaciones. Entre lo que queremos decir, decimos realmente, quiere entender el otro y lo que efectivamente entiende hay mil maneras de incomunicarse. En ningún momento había pensado en mis kilos de más. Que haberlos, los hay. Y celulitis. Y la convicción de estar ya en un momento de mi vida en el que adoro todas esas imperfecciones. También la tripa. Y las tetas -qué narices-, que algo bueno tienen que tener las curvas. Porque, siento chafarles la sorpresa, al final todo se me va a caer. Y a arrugar. Como a todos ustedes. Y déjenme decirles asimismo que la alternativa al intentar evitarlo es ponerse tanto plástico que tengan que acabar en el contenedor amarillo. La cuestión es que tenemos tan interiorizado que estamos obligadas a ser perfectas que -a menudo- nos olvidamos de ser felices. En una sociedad que valora el continente por encima del contenido, tendemos a creer que es necesario ponerse a dieta antes de enfundarnos un bañador y enseñar el cuerpo. Pues no, oigan. Me rebelo. Me niego a vivir en una dictadura de cánones de belleza de talla 36. Prefiero a Ekberg. Pero, sobre todo, antepongo tener conversación, cultura, inteligencia, argumentos, bondad, lealtad e incluso carácter. Así que, en realidad, me importa un pimiento lo que opine de mis lorzas quien sea incapaz de ver todo eso. Una simple anécdota que podría hacernos reflexionar sobre la sociedad del espectáculo en la que vivimos. En la banalización que supone esa excesiva importancia del envoltorio. Básicamente, para que luego no nos sorprendamos del nivel de nuestros políticos y sus políticas. Se atribuye a Churchill aquello de que "cada pueblo tiene el Gobierno que se merece"; y resulta que los elegimos. Estamos instalados en el gesto, en el meme, en el zasca. En la apariencia de contenido. Y los políticos lo saben. Algunos de los partidos importantes no tienen el programa electoral para ciertas instituciones al acceso de sus votantes. O acaban de publicarlo. Como si un decálogo bastara para gobernar. Como si decir qué quieren hacer sin profundizar en el cómo fuera suficiente. Tal vez lo sea. A ver de quién es la culpa. Yo, mientras intento encontrarlos, me voy a terminar el helado de chocolate.