Pocas horas después de las elecciones municipales y autonómicas de 1991, Adolfo Suárez dimitió como presidente del Centro Democrático y Social, el partido que había fundado en julio de 1982. Aunque en franco declive, el CDS había obtenido más de 730.000 votos. Suárez se largó (dando así por concluida, definitivamente, su carrera política) porque se hartó de las luchas intestinas en la organización, que le recordaban, como una pesadilla de la que no podía liberarse, las guerras civiles que arrasaron la UCD hasta reducirla a cenizas. Y sin embargo algunos de sus compañeros en su aventura final señalaron que, en realidad, Suárez tiró la toalla porque descubrió que el CDS solo podía aspirar a ser una fuerza política bisagra, o lo que es lo mismo, que sus posibilidades de regresar a la Presidencia del Gobierno eran aproximadamente nulas. Y él había inventado el CDS (con el apoyo de su amigo Agustín Rodríguez Sahagún) casi como coartada para regresar al poder.

Al cabo de más de veinte años surgió un nuevo partido bisagra. Ciudadanos saltaba desde su feudo catalán a las Cortes liderado por Albert Rivera. Si uno se remonta a sus primeros documentos congresuales encontrará en el primigenio Ciudadanos una advocación a un centrismo más o menos progresista, al moderantismo liberal como estilo, al consenso como método, a la aspiración europeísta y al antinacionalismo como rasgo de identidad particularmente acentuado. La tarea que se ponía a sí mismo Ciudadanos era "neutralizar el papel de los nacionalistas -leáse CiU- en la gobernabilidad de España" y superar los bloques de izquierda y de derechas que imposibilitaban "grandes acuerdos de Estado". Era muy difícil mejorar el autorretrato de un partido bisagra. Pero la crisis del bipartidismo español y, más concretamente, el semihundimiento del Partido Popular, infestado por la gusanera de la corrupción, transformó sustancialmente la visión estratégica de Rivera. ¿Por qué resignarse al eterno y subsidiario papel de socio minoritario de opciones mayores? Para Rivera y los suyos el bisagrismo era la condena a una servidumbre interminable, a una modesta y molesta funcionalidad. Venderían al respetable, por lo tanto, sus imposiciones al Gobierno de Mariano Rajoy, y le quitarían el apoyo cuando mejor pintaran las encuestas el sorprasso. La moción de censura de Pedro Sánchez estropeó las previsiones de Rivera, que no ha conseguido superar al PP ni en las elecciones generales ni en los municipales.

El PSOE y el PP son grandes maquinarias políticas y electorales con una extensa y densa capilaridad territorial. La competencia que han debido sufrir por parte de Podemos y Ciudadanos ha demostrado no su debilidad, sino su capacidad de resistencia y recuperación. Al ecosistema político español le vendría muy bien un partido bisagra capaz de pactar con la izquierda y con la derecha, con nacionalismos y regionalismos. Pero a Rivera, como le ocurrió a Suárez, no le interesa la política. Le interesa el poder, que no es exactamente lo mismo, aunque sea igual. También Ciudadanos se la juega en los próximos años, entre el casi todo y la casi nada, entre el poder y la influencia, entre el liderazgo personalista y un proyecto a largo plazo para las clases medias españolas.