Si de algo no puede acusarse al republicano Donald Trump es de que no intente llevar a la práctica el arrogante eslogan con el que ganó las últimas elecciones presidenciales de EE UU.

America first (Estados Unidos, primero) era su lema, sin que para ello le importe violar ahora tratados internacionales ni las consecuencias que ese comportamiento pueda tener para el resto del mundo.

Trump parece tener últimamente una obsesión, y se llama China, la potencia que, a diferencia de Rusia, puede disputarle muy pronto a EE UU el liderazgo tecnológico y económico mundiales.

Y no duda para ello el presidente en utilizar la principal arma a su disposición: el estatus de principal moneda de reserva del dólar, en la que se hacen la mayoría de las transacciones comerciales.

Ello, unido al tamaño del mercado norteamericano y a su insaciable sed de importaciones, le permite a Trump amenazar a países y empresas con todo tipo de sanciones para conseguir su objetivo: que todo el mundo compre los productos norteamericanos.

El último episodio de esa guerra comercial lo tenemos en sus amenazas al gigante chino Huawei: Trump ha prohibido la venta de cualquiera de sus productos tecnológicos en EE UU y dispuesto además que ninguna empresa pueda hacer negocios con ella.

Huawei perderá así acceso a las actualizaciones oficiales de Android, que viene utilizando en sus teléfonos móviles, de modo que sus próximos modelos no podrán recurrir a ese sistema operativo desarrollado por Google ni a los servicios de ésta.

Paralelamente, otras empresas, como la japonesa Panasonic o la británica especializada en chips ARM han anunciado que suspenden también su colaboración con Huawei. Trump presiona con excluir del mercado estadounidense a quienes desafíen su veto al grupo chino.

Acostumbrado a mandar en sus propias empresas, por cierto más de una vez quebradas, Trump es como el abusón del patio del colegio que amenaza a todo el mundo que no quiere sometérsele.

Que un país persiga sus propios intereses no es por cierto nada nuevo en la historia de las naciones. La única novedad, sin embargo, es que el nuestro es un mundo en el que los países son cada vez más interdependientes en la producción y oferta de bienes y servicios, y con sus continuas amenazas, Trump pone en peligro no sólo el comercio sino también la paz mundial.

Desde el triunfo sobre las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial, EE UU ha podido dominar el comercio y las finanzas mundiales gracias a su moneda, a sus bancos y a las instituciones multilaterales que ayudó a crear como el Fondo Monetario Internacional o la Organización Mundial del Comercio.

Pero ahora ve peligrar de pronto la hegemonía de que gozaba y se revuelve contra quienes la amenazan como China con su tecnología de la última generación como la que ofrece Huawei con sus redes 5G, que ese país trata de vender a todo el mundo.

El argumento esgrimido por Trump es que ese país comunista trata de espiar a todos con esa red, acusación que tendría más sentido si no viniese de un país que, según hemos sabido gracias a Edward Snowden, ha espiado a su vez a todo el mundo, gobiernos amigos, incluidos.

Las acusaciones contra Huawei y los intentos de impedir que los aliados adquieran sus productos y en especial sus redes tecnológicas de quinta generación ponen una vez más de relieve, como en el conflicto nuclear con Irán, la impotencia europea.

La pregunta que se hacen cada vez más políticos a este lado del Atlántico es la de si la UE necesita sus propios motores de búsqueda, una agencia de rating, un gran banco, y un sistema internacional de pagos propio para no tener que depender de EE UU y que sus empresas queden siempre expuestas a sus sanciones.

Habría que acelerar sobre todo el posicionamiento del euro como alternativa al dólar en el comercio mundial del mismo modo en que el dólar reemplazó en su día a la libra esterlina como principal moneda de reserva, proceso que puede durar tiempo, pero que habría que iniciar ya.

Por su parte, China parece haber sacado ya sus consecuencias y con iniciativas como su gran proyecto de infraestructuras bautizado como la Nueva Ruta de la Seda trata de extender por el mundo su influencia comercial, tecnológica y financiera. Y no hay Trump que pueda impedirlo.