Los referéndums -ya se sabe- los carga el diablo, y el del brexit, que se llevó por delante a David Cameron, ha acabado también con su sucesora, Theresa May. Claro que no por el plebiscito en sí, porque May renunció ahora y la votación se celebró en junio de 2016, sino por sus consecuencias. Mejor dicho: por la imposibilidad de materializar lo decidido por los británicos en las urnas: la salida del Reino Unido de la UE.

May dice "lamentar profundamente no haber podido ejecutar el brexit", pero ha sido intentar ejecutarlo lo que ha liquidado su carrera. Tras dos años de negociaciones para pactar un divorcio por las buenas, consiguió alcanzar un acuerdo con Bruselas, pero la oposición en casa (en su propia casa, la tory) frustró sus planes.

Pareció alguna vez que la premier, que ha sobrevivido contra todo pronóstico seis meses, podía salirse con la suya, pero su último y cuarto intento de aprobar en el Parlamento el Acuerdo de Retirada le ha dado la puntilla. Las novedades que ofrecía (una unión aduanera temporal y un segundo referéndum) fueron demasiado para los tories, euroescépticos o no, porque eran concesiones a los laboristas para poder zafarse de la oposición dentro del Partido Conservador.

Esas concesiones, que los de Jeremy Corbyn, encima, tampoco aceptaron, la aislaron por completo de sus correligionarios, fueran brexiters o no; otra tanda de renuncias iba a comenzar (la de Andrea Leadsom, el miércoles, así lo indicaba), y al final May ha tenido que ceder a la presión de su partido pero, sobre todo, a la constatación de que se había quedado completamente sola.

La primera ministra ha cometido muchos errores en este tiempo, pero el más grave de todos fue convocar en 2017 unas elecciones que no tocaban para obtener una mayoría que avalase su brexit pragmático en los Comunes. En vez de una mayoría excepcional (como la que buscó Artur Mas al adelantar los comicios catalanes de 2012), se topó con que las urnas le depararon una mayoría a duras penas y que los conservadores pasaban a depender de los 10 diputados unionistas norirlandeses del DUP.

En el pecado tuvo la penitencia: la radical oposición del DUP al backstop o salvaguarda impuesta por la UE para evitar una frontera dura en la isla de Irlanda (y el consiguiente mantenimiento del Reino Unido en la unión aduanera) acabaron por hundir a May con su plan de brexit ordenado. Todo junto.

Ahora se abre un proceso interno para sustituirla al frente del Partido Conservador y en el número 10 de Downing Street. Sea quien sea a quien le dé el relevo (proliferan los candidatos), el elegido o elegida buscará renegociar el Acuerdo de Retirada con Bruselas y Bruselas dirá -ya lo dijo ayer- que lo firmado no se toca, con lo que se abre definitivamente la posibilidad (casi la certeza) de un brexit por las bravas.

El Reino Unido tiene hasta el 31 de octubre para ejecutar la salida, acordada o traumática, y hay quien, como Corbyn, reclama que el sustituto o sustituta de May convoque elecciones. El escenario, sin embargo, no lo favorece. Hoy sabremos quién vence en las elecciones europeas -ésas en las que los británicos no iban a votar- y se espera un durísimo castigo a los conservadores y a los laboristas, y una victoria (a celebrar con unas pintas en el pub) del nuevo partido de Nigel Farage, quien llevó al UKIP a la victoria en los comicios a la Eurocámara de 2014 y ahora lidera el Partido del Brexit.

El triunfador entonces está llamado a reverdecer laureles cinco años después. Un lustro después de que, con su victoria, acabase de instigar a los tories a cumplir su promesa de convocar un referéndum sobre la permanencia del país en la UE. Se celebró el plebiscito en junio de 2016, Cameron (es decir, la permanencia) perdió, y dimitió con aquel famoso "¡Bien!" que (sabedor del follón del que se libraba) se le escapó. Tres años después, May hace lo propio, pero entre lágrimas. Es lo mismo: Europa, ese veneno, sigue siendo un auténtico disolvente de liderazgos en el Reino Unido.