Al final, pese a todos los agoreros que nos rodean, los proyectos de I+D han dado sus frutos. Cansados estamos de oír que los españoles no inventamos, que se nos fue la fuerza de la imaginación con el botijo y no sé cuántas otras descalificaciones aflictivas. Nunca he creído a estos aguafiestas, siempre he confiado en el poder de nuestra fantasía, de nuestras mentes que en verdad tienen mucho de sorpresivas y algo de enigmáticas. Y es que nuestra inteligencia es una suerte de meseta a la que llegamos por vericuetos de esfuerzo desde los que somos capaces de darle la vuelta a la vida desenredando sus secretos y aclarando lo que en ella está anudado y embrollado.

¿Cómo, si así no fuera, hubiéramos podido abatir el tiempo y el espacio tal como acabamos de hacer? Imposible, nos hubieran dicho los siete sabios de Grecia, aquellos engolados insufribles que nos miran desde la Antigüedad con ese desdén que solo saben emplear los dioses que han pasado todos los másteres de la pedantería.

Sin embargo, nosotros y nosotras, sin más que agitar en los cajones de nuestros cerebros y escarbar en las madrigueras de nuestra memoria ancestral, hemos conjurado como digo el tiempo y el espacio. Adviértalo el lector y la lectora, el niño y la niña: antes de que se hayan reunido los nuevos diputados y senadores en lugar alguno, antes de que hayan podido acariciar sus escaños como acarició el Creador la luz del sol y admiró atónito la palidez de la luna, antes de haber disfrutado esas pequeñas molicies anejas a su condición de ángeles de la Democracia renacida, ya conocen quién ha de presidirlos.

¿Se puede discutir el hallazgo? No han abierto la boca porque en verdad nadie les ha preguntado nada y porque aún no han tenido ocasión ni de verse, ni de saludarse, ni de desearse parabienes fraternos y ya saben los nombres y apellidos de quienes han de guiarles. Porque Alguien (por favor, con mayúscula siempre) les ha enseñado, desafiando el tiempo y el espacio, el nombre de las cosas, de sus presidentes y de sus vicepresidentes, de sus secretarios y de sus protosecretarios, de sus ayudas de cámara y de sus palafreneros y, como aun sobraba tiempo, ha dado, como en un relato bíblico, el nombre del Progreso a todo lo que de asombroso hay en las Cortes, palabra que viene de corte, es decir, de corte de mangas.

De manera que así es como nos las gastamos los españoles. Hemos empleado una fortuna en montar unas elecciones llenando de pancartas las ciudades y de tópicos las mentes, nos han dado mítines en todas las plazas señeras y de respeto, nos han asaltado a toda hora sin considerar ni la de la siesta ni la del reposo que merece haber degustado un besugo a la espalda, hemos acudido a votar como corderitos y corderitas de los más logrados poemas bucólicos, hemos agavillado varios centenares de parlamentarios y repartido en dos Cámaras y, cuando todo eso ha ocurrido, a las primeras de cambio, sin preguntarles nada, Alguien les ha dado los nombres que han de conducir sus desvelos y peroratas.

La pregunta es: ¿ese Alguien se ha conducido así por desprecio a todos ellos, por hacer una muestra exultante de su poder omnímodo? En absoluto, nadie puede deslizar tamaña infamia sobre ese Alguien que, si no se ha aparecido de entre la zarza ardiente, ha sido porque le gusta ser original y evita imitar pasajes de un mundo anterior, reseco por su Ausencia.

Lo ha hecho para demostrar, como he dicho al principio, el vigor de nuestra ciencia, la vitalidad de nuestra investigación y lo sublime de nuestra filosofía, en definitiva, para demostrar que ya el tiempo y el espacio carecen del significado que habían acumulado a lo largo de los siglos y de que ya no hay razón para adorarlos como esos altares deslumbrantes que habían tenido la osadía de intentar vertebrar nuestras vidas.

Ese Alguien es Alfa y Omega, Principio y Fin, debelador, con los rayos del Progreso, del espacio y del tiempo, esos pobres cachivaches, ay, dispuestos al fin para dormir el sueño eterno en el Desván reaccionario de la memoria.