La historia nos suena. El hipernacionalismo inglés se inflamó entre mentiras y soflamas y acabó en el brexit, una pústula que primero parecía que tenía cura en el referéndum convocado por un atolondrado que luego huyó del resultado tarareando. La mujer que recibió el encargo envenenado de proseguir la faena luchó con la energía que heredó de Margaret Thatcher, pero en las horas bajas de ésta, y este viernes se fue llorando, rendida.

Se han hecho algunas analogías entre la cara (dura, tarareante) de David Cameron y las lágrimas rendidas de Theresa May. Que un inglés pase de un drama sin despeinarse es más viejo que la historia. Que llore una inglesa no es tan raro, aunque la Thatcher no lloró ni de alegría, pero que finalmente se rompiera Theresa May dice mucho, sobre todo, de lo que ha tenido que padecer. Por su culpa, habría que agregar, como pudo decirse de Boabdil.

Lo cierto es que Theresa se va y se queda el brexit, en manos de caraduras del estilo de Cameron, como Boris Johnson y Nigel Farage. El primero, por cierto, acaba de ser condenado por mentir en la campaña del brexit, precisamente. Dijo que Europa le robaba a Inglaterra y los jueces lo han sonrojado por decir cosas que no son verdad. Farage dijo cosas parecidas, pero de calibre más grueso. Los jueces se han sentido abrumados por tal abundancia de fake news que no ha atrevido a hozar en esa porquería.

En fin. Por esas casualidades que el periodismo le presta a la vida, este periodista estaba en Oxford este viernes, cuando esta mujer abrumada por la duda, y por la deuda, lloró ante el 10 de Downing Street. Puede decirse que jamás un primer ministro británico ha llorado ante ese número, que en el caso de la señora May no es, desde luego, el número de la suerte. Fui a Oxford a hacer una entrevista, como en mis viejos tiempos de corresponsal. Los trenes funcionan al milímetro, la gente, de todas partes, es ahora más amable que cuando yo viví por allí, en los años 70 del siglo pasado (en un tiempo, por cierto, fue corresponsal de El Día), los bares y los restaurantes han mejorado como de la noche al día, y, además, Europa y sus circunstancias han beneficiado el estilo de vida y de comida.

En el hotel que me tocó trabajan españoles de Orense, de Barcelona, de Málaga, y apenas había ingleses u otros extranjeros. Me sentí, debo decirlo, como en mi casa, y decir eso en Inglaterra es muchísimo, pues es un país lleno de extranjeros en el que uno se siente extranjero hasta en su casa. Pero las cosas han cambiado mucho. Un detalle, tan solo: no hay un solo lugar que requiera atención al público (en los trenes, por ejemplo) en el que no hay gente (simpática, además) disponible para decirte, en inglés, eso sí, por dónde debes ir para resolver tu desorientación o tus dudas.

Así pues, es cierto que, como decía Graham Greene, Inglaterra hizo así a los ingleses: adustos, secos, exactos, evasivos?, pero. El pero es europeo: hay ahora una calidad humana que también se puede llamar calidez. Los lugares públicos que otrora eran descuidados y oscuros son ahora sitios aireados en los que da gusto entrar. Las tiendas, los puestos de periódicos, los cafés? Cuando yo viví en Londres, a mediados de los 70, sólo había un café italiano, para tomar café como Dios manda, en la plaza de Leicester, en Piccadilly. Ahora tienes café-como-Dios-manda hasta en los trenes que pasan por Oxford. Inglaterra los ha hecho así, Europa los ha hecho mejor.

Y aún así, por una ocurrencia partidista y demagógica de David Cameron, se quieren ir de Europa. Los hipernacionalistas hiperventilados tomaron la vieja antorcha de su racismo disimulado y desde entonces han entonado el himno con la corneta de la guerra contra Europa. En el momento actual lo que sobresale, todavía, es el llanto de Theresa May. Llorarán más los ingleses. Y lloraremos. Ese 24 de mayo era el aniversario de mi querido maestro, Domingo Pérez Minik, un inglés al rojo vivo en Tenerife. No me quedó más remedio que hacerme esa pregunta sentimental e inútil que nos hacemos los vivos: "¿Qué hubiera dicho don Domingo?".