Hace exactamente una década estaba haciendo, sin saberlo, el mejor postgrado de mi vida. Los sábados a mediodía acabábamos las clases pero, a medida que nos íbamos conociendo las almas frikis que allí habitábamos, las jornadas acababan con una cerveza o dos, un amaretto o cuatro, una tandita de vermús y papas fritas y así, que no solo de estudios demoscópicos y citas de Lakoff y McKinnon vive el personal.

Total, que lo más valioso de todo aquello era -cómo no- el paisaje humano. Cuando una tiene carácter, digámoslo suavemente, es fácil que las adhesiones y las animadversiones que despierte a lo largo de su vida sean inquebrantables.

También aprende, desde chica, a conservar cerca a la gente que vale la pena y a borrar, sin misericordia y literalmente, a quien no.

Así que, de entre todo lo que me llevé de aquellos meses, lo que aún poseo, cuido y protejo como un tesoro es la amistad de un buen puñado de compañeros -se ve que no lo hicimos tan mal- que ya están para siempre en mi vida.

Con dos de ellos, los más cercanos, mantuve entonces, y lo sigo haciendo ahora, larguísimas conversaciones acerca de la política y la vida (que a veces son lo mismo y a veces, no). También conservamos de aquella época la absurda tradición de hacer larguísimos análisis sobre lo que nos pasa, que somos gente de letras y, por ello, dados a la introspección y a la comedera de tarro.

La cosa es que tras uno de esos encuentros, de vuelta a casa con mi amiga C., se me ocurrió confesarle algo que, durante años, no dejaba de rondarme.

Uno de esos pensamientos parásitos que te asaltan cuando menos conviene, normalmente para desbaratarte el día.

"C. -le dije- ¿tú tienes alguna vez la sensación de que eres una impostora, no estás preparada para el trabajo que haces y un día alguien va a venir a decirte que recojas las cosas de tu despacho y salgas por la puerta sin mirar atrás?".

Si fui capaz de verbalizar esto delante de C. es porque, han de saberlo, tuve la fortísima intuición de que me entendería al instante. Así fue.

"Síndrome del impostor, se llama -me dijo-, y sí, me pasa muy frecuentemente".

A partir de ahí, por supuesto, el viaje se convirtió en un estudio exhaustivo de por qué nos sucedía eso. De si el origen de esa idea absurda tenía que ver con el hecho de que viniéramos de la educación pública, no hubiéramos estudiado en carísimas universidades de este o el otro lado del océano, no perteneciéramos a thinktanks o, sencillamente, ocurría porque éramos mujeres.

Y no errábamos demasiado, porque el término lo acuñaron, a finales de los 70, las psicólogas clínicas Pauline Clance y Suzanne Imes, quienes observaron que gran cantidad de mujeres tendían a creer que no eran inteligentes y que las demás personas las sobrestimaban. Bingo.

C. es, por supuesto, brillante. Formadísima, disciplinada, inteligente... ¿Por qué iba ella a pensar que ese puesto de directiva que desempeñaba ya por aquel entonces, no le correspondía? ¿Por qué tenía que pensarlo yo, que trataba a diario con gente objetivamente mucho menos preparada que, sin embargo, se desenvolvía con una seguridad apabullante?

Pues porque la vida es así, ya lo decía Sandro Giacobbe.

De modo que el mundo se divide, grosso modo, en personas con el síndrome del impostor, en su gran mayoría mujeres, que, estando más que cualificadas, trabajan con más intensidad, tienen problemas en aceptar halagos o cumplidos y pierden el sueño por detalles absurdos, y personas incompetentes que se aprovechan de las primeras y que encuentran del todo imposible, por más evidencias que haya, creer en su propia incompetencia.

Esto último, por cierto, se engloba dentro del llamado efecto Dunning-Kruger y lo sufre todo aquel o aquella que hace gala de un sentimiento de superioridad infundado y es incapaz de reconocer su ineptitud, lo cual explicaría muchas cosas.

Pero, con la venia y con más calma, de eso hablamos otro día.