El único pueblo que existe es el pueblo donde naciste, si es que naciste en un pueblo, algo que dentro de apenas treinta años será un exotismo, porque siete de cada diez vivirán en macrociudades saturadas. El otro pueblo, ese con el que se llenan la boca todos los que aspiran a gobernar el cotarro, es apenas una entelequia, o el recuerdo de algo desaparecido hace tiempo. La señora Batet, después de ser elegida por la mitad justa de los representantes de ese pueblo que no existe, se nos puso esotérica y nos dijo en su discurso al Congreso que "somos del pueblo, no somos el pueblo". Entre la lírica y el contrato de propiedad, su diserto puede condensarse en esa frase que esconde -quizá- la añoranza de un tiempo en el que los políticos representaban una voluntad colectiva. Desde entonces, ha llovido lo suyo, y no sólo agua: han llovido sobre todo insultos, improperios, denuncias y amenazas. Una forma de acercarse a la ciudadanía ajena al deseo de explicar el mundo para poder cambiarlo, y deudora del ansia de auparse a un carguito y mantenerlo siete sexenios.
El pueblo al que se dirigen Sus Señorías como si fuera un ente abstracto y unitario se fundió en nada cuando comenzaron a vender propuestas a trocitos, cuando pasaron del corazón y la cabeza de las masas (fueron a por sus tripas), y estudiaron cómo fraccionarlas y dividirlas en pequeñas porciones de ciudadanos convencidos de tener razones para odiar a los de la otra porción. Porque de los que se reclaman portavoces o adalides del pueblo, aquí nadie aspira ya a unir a la nación en torno a una idea de solidaridad, fraternidad, igualdad, patriotismo o grandeza.
El pueblo al que dicen pertenecer no existe, por lo mismo que no existe ya la decencia o la cordura o el interés general (cuando se trata de los otros). Porque entre el poder y su reparto, con nuestra complicidad y acatamiento, estos que dicen ser del pueblo sin ser el pueblo, han destruido con saña los vínculos y afectos que nos hacían próximos (sin ser iguales), y han corroído nuestra costumbre para la convivencia y la tolerancia. Y lo han hecho porque saben que la única forma de seguir donde están, es convenciendo a quienes les jalean, les aplauden, les siguen o les votan, de que la culpa de todo lo malo que ocurre es de la otra mitad. Un pueblo, en fin, sólo existe sobre la base de un discurso común, una historia compartida, un proyecto en el que creer, y estos que se reclaman del pueblo (feliz sinécdoque de la señora Batet) no tienen ni discurso, ni historia, ni proyecto para una ciudadanía con aspiraciones y deseos comunes. Lo que tienen son sus tácticas para dividirnos y enfrentarnos, sus estrategias destinadas a adueñarse de una parte de la sociedad, con promesas específicas para rubios y para morenas, y planes para ganar en el río revuelto de los odios que siembran cada vez que hablan del de enfrente. Y a eso se aplican en este tiempo de campaña electoral que -por fin- termina?