Dejar a alguien sin educación es como dejarle sin sistema operativo. ¿De qué te sirve ese quilo y pico de cerebro si no puedes insertar en él las aplicaciones precisas para comprender la realidad? Envidiamos a quienes poseen teléfonos inteligentes, capaces de ofrecer desde un servicio de navegación hasta una calculadora, pero damos poca importancia, o ninguna, a la educación humanística, que es la base sobre la que se asienta el resto de los saberes. Podría darse el caso de que el móvil de una persona cualquiera tuviera más funciones que su cerebro. Nuestros científicos se quejan con frecuencia de la falta de medios para la investigación. Esa pobreza da como resultado que seamos pocos competentes en las materias que definen el futuro. España es un gran hardware con escaso software.

Yo soy el dueño de mi hardware, que es mi cerebro, pero el software me ha sido implantado pacientemente por la cultura en la que he vivido. El yo no deja de ser una aplicación. Su riqueza depende de la interacción que haya habido entre ese yo y el mundo que me rodeaba. Una parte dependió de mí, de mi voluntad, de mi esfuerzo, de mi curiosidad. La otra, de las posibilidades que me brindó el mundo en el que me desarrollé. Cuando una sociedad es, en su conjunto, poco inteligente, podemos asegurar que han fallado los mecanismos de cohesión capaces de sacarla adelante. La educación, en ese territorio, lo es todo. El acceso a ella, por lo tanto, debería de estar garantizado sea cual sea el origen de cada uno.

La guerra entre Huawei y Google es la guerra entre los dueños del hardware y los poseedores del software, entre los que detentan el cerebro y los que le facilitan el sistema operativo a ese puñado de materia gris. Se trata de un conflicto, pues, altamente simbólico. El hardware carece de sentido sin el software y viceversa. Se necesitan con desesperación. A lo largo de los próximos meses, veremos cuál de esas dos partes de un smartphone -su cuerpo y su alma- tiene más posibilidades de reacción. Los chinos venían poniendo el cuerpo; los americanos, el alma. Usted y yo, la perplejidad.