Ahora que uno ha anunciado su retirada con la solemnidad requerida, el Congreso de los Diputados comienza a parecerse a las corridas de toros, aunque sin emoción. Tal vez siempre ha sido así, como si formase parte de una tradición chusca en la escenografía, el pelaje y la música de fondo; como si la España de charanga y pandereta que glosase Machado se manifestase en el hemiciclo a su antojo. Fue un placer que la primera sesión la presidiese nada menos que don Ramón María, y hasta el mismísimo Max Estrella dicen que fue visto por el Salón de los Pasos Perdidos a altas horas de la noche, derrumbado tras la acumulación de desarraigo durante toda una vida y la maldición de los crepúsculos. Y no lo fue, aunque no careciera de un punto morboso, escuchar el ruido de fondo, el pateo de esa claque negra que, pese a vestir como diputados civiles y lucir el gesto de boda y bautizo, siempre parece estar dispuesta a caminar en formación mientras entona El novio de la muerte y presume con el mosquetón de las grandes gestas. Después de tanto tiempo consumiendo jaco ideológico de baja calidad, nos hemos acostumbrado a que las campañas electorales se reduzcan a un intercambio de acusaciones, incluso entre los miembros de la misma familia -la familia, al fin y al cabo-, sin que los grandes problemas reciban una mínima atención o merezcan una propuesta creíble de solución. En el fondo, la repetición machacona en la defensa de España y sus mitos, ese gran mantra de una de las versiones del nacionalismo, oculta una imponente falta de respeto a sus habitantes. Porque en este país de contrastes, colores y acentos diversos, hay, al menos, tres asuntos que requieren atención y buena fe, además de una capacidad de diálogo ausente en ese mismo hemiciclo en el que los mostrencos golpean las mesas y los mentirosos ejercen su capacidad creativa sin el menor sonrojo. El primero es la tremenda desigualdad entre dos bloques de la población: uno extenso, que tiene serias dificultades para desarrollar un proyecto vital, cuando no la carencia casi absoluta de futuro, y otro, mucho menor en número, casi minúsculo en comparación, cuya economía crece a costa del deterioro del territorio. El segundo, relacionado estrechamente con el anterior, pero cuya magnitud merece consideración y soluciones específicas, radica en la existencia de poblaciones enteras, grandes masas de seres humanos que tratan de huir del vacío y acaban aplastados contra muros y concertinas, cuando no siendo bocado de los peces, hartos ya de tanto plástico. El tercero, consecuencia directa del primero y que se manifiesta a todos los niveles en los que está organizada la vieja Gaia, es la inexorable puesta en marcha de un plan diabólico para destruir el planeta tal como lo hemos conocido hasta ahora. La legislatura que se inició ayer lleva camino de que va a dedicar buena parte del tiempo concedido a descifrar el ondear de las banderas. Y tiempo queda poco.