Vivimos en una sociedad garantista que está empeñada en regularlo todo. Tanto es así, que está empeñada en procurar que la igualdad de oportunidades se transforme en igualdad de capacidades. Las campañas electorales, por ejemplo, se han convertido en un sistema encorsetado en el que se persigue ferozmente a quienes intenta destacar. Los partidos, prologando el ámbito de sus guerras judiciales a las juntas electorales, se han convertido en denunciantes de los actos que celebran otros y que pueden incumplir los límites fijados por una exigente normativa.

Las primeras campañas de la democracia empapelaban las ciudades sin orden ni concierto. Las vallas florecían por doquier y los anuncios en prensa y radio constituían un floreciente negocio para los medios de comunicación. En la actualidad, las asignaciones para las elecciones están tasadas, los medios maldicen las campañas -que antes eran un negocio-, porque la publicidad institucional está prácticamente prohibida y los espacios donde se pueden colocar carteles están cuidadosamente distribuidos y repartidos entre los actores intervinientes.

¿Y qué ocurre si a un partido se le ocurre una nueva idea, como colocar carteles en las ventanas de las casa particulares? Pues que está prohibido. Lo mismo que si un partido es capaz de recaudar más fondos que otro. El techo de gasto está limitado y las reglas del juego impiden que quien más recursos tenga los dedique a ganar. Las campañas se tienen que ajustar a los límites estrictos que ha impuesto la legalidad. Y esa legalidad la han promovido los propios partidos políticos.

Este tipo de campañas garantizan aparentemente las mismas oportunidades para todos, pero producen, de facto, una desigual igualdad. Quienes están en las instituciones tienen, de hecho, una ventaja comparativa con respecto a quienes son menos conocidos, quienes emergen desde la novedad o desde una oposición residual. Porque pese a que parezca que favorece a los más débiles, el sistema impide la originalidad, las medidas espectaculares y creativas que transformen acciones electorales nuevas en un efecto llamada para los votantes.

El sistema funciona como una maquinaria bien engrasada que garantiza a los actores un reparto de los tiempos en los medios públicos basado en la proporción de mayor cantidad para quien más poder tiene. Buscando la igualdad lo que se ha conseguido es un imperfecto sistema que favorece de los que ya están instalados que complica y dificulta la entrada en liza de nuevas opciones políticas sin representación institucional.

Nos llenamos la boca con la palabra libertad incluso cuando no existe. Es un concepto fantasmal que se maneja como coartada de la igualdad impuesta. La libertad se basa, esencialmente, en la inexistencia de límites a la capacidad de las personas y los colectivos. Aquellas campañas de la naciente democracia eran más libres, a pesar de ser más imperfectas y menos reguladas. El espectáculo de los partidos intentando romper los límites que se han autoimpuesto y denunciándose mutuamente no deja de tener cierta justicia poética. Se ahorcan con la soga que ellos mismos se han fabricado. Criaturitas.