Pese a que su voluntad declarada consiste en saltarse los límites hasta convertirse en Estado, los acontecimientos progresan en sentido contrario y el efecto del independentismo es una Cataluña cada vez más empequeñecida. Si tomamos la medida de la política, el Parlament es ya sólo el huerto del soberanismo, del que, como aldeanos celosos de que alguien les dispute lo suyo, se esfuerzan en proclamarse propietarios únicos. El veto a Iceta, insólito en la vida parlamentaria, va en esa línea de dejar constancia de quién tiene la última palabra sobre todo lo que ocurre en Cataluña. Constituye una reafirmación de que el espíritu de septiembre de 2017, cuando el secesionismo arrasó con los derechos de todo aquel que no estuviera de su lado, sigue muy vivo. Lo ocurrido ayer en el Parlament dibuja un primer mapa de marear de la legislatura que estrenaremos el martes próximo. Hay constancia, otra vez, de que ERC sucumbe con facilidad a la presión de los momentos importantes, muestra un pavor escénico que arruina su supuesto pragmatismo frente al montaraz Puigdemont. Conviene que lo tengan en cuenta aquellos que confiaban en que los de Junqueras sirvieran de apoyo a un futuro Gobierno, al que le espera mucha brega negociadora. La disposición de PP y Ciudadanos a secundar a su manera -con una abstención que también rompe con los usos parlamentarios nunca cuestionados hasta ahora- las jugadas del soberanismo prueba que los opuestos a veces suman aunque disimulen. Es toda una declaración expresa de que, por ahora, el nuevo Ejecutivo nada puede esperar de los populares y de los de Rivera a efectos de facilitar la gobernabilidad. Iceta, una de las cabezas más lúcidas de la política española, es en última instancia víctima de su propio vaticinio de que nada cabe esperar del soberanismo hasta que, quizá en octubre, haya sentencia en el juicio del procés. Y después, ya veremos.