Estoy de acuerdo en el diagnóstico de la izquierda. El modelo capitalista ha cambiado la producción por la especulación. Hemos transformado el fordismo por un nuevo mundo en el que hay más dinero que valor. El ascensor social funciona, pero cada vez menos frecuentemente. El que está abajo suele quedarse a vestir los santos de su miseria. La pobreza se ha vuelto hereditaria y aunque el Estado del bienestar funciona, va corriendo siempre muy por detrás de las necesidades crecientes de una población cada vez más puteada por los impuestos y más exigente con los servicios que paga. Atendemos a los más débiles, pero no los fortalecemos. No dejamos a nadie tirado, pero no conseguimos ampliar las bases de la clase media.

El pacto era que una parte de la riqueza se distribuía entre la gente. Era una regla básica para el modelo capitalista, que es el único que ha funcionado en las democracias de mercado y el único que ha ofrecido sociedades más justas y libres. Pero el pacto se está incumpliendo. Los salarios de los trabajadores reparten cada vez menor parte del pastel de la riqueza, que se va a los grandes ejecutivos, corporaciones y bancos. Todo eso es verdad. Lo que pasa es que la idea de cambiar muchos tiranos por uno peor me parece francamente mala.

La propuesta de la izquierda es sustituir a los multimillonarios, a las grandes corporaciones y a los bancos y a toda la pesca capitalista por el papá Estado. Todo pasaría a depender del Estado y todos trabajaríamos para el Estado. ¿Y saben lo que ha ocurrido siempre -y cuando digo siempre es siempre- que ese modelo se ha intentado poner en marcha? Que las democracias se han convertido en dictaduras, que los países se han arruinado y que el único cambio perceptible es que los millonarios son sustituidos por los dirigentes del régimen. O sea los jefes del aparato del Estado.

Los economistas son expertos forenses capaces de analizar cualquier cosa a condición de que haya sucedido. De todas las teorías que se han vertido sobre el modelo de organización de las sociedades, la de un Estado mínimo, capaz de intervenir someramente en la actividad productiva de los ciudadanos, es la más razonable. Porque se basa en el análisis de los modelos de éxito.

Necesitamos un poder capaz de corregir los desequilibrios que produce la suerte o la capacidad en las personas. Requerimos un poder que ofrezca servicios públicos para los más necesitados, que garantice a los ciudadanos los mismos derechos y que les proteja de los abusos y arbitrariedades de las ciegas leyes del darwinismo social. Pero de ninguna manera podemos convertir al árbitro en el único jugador, con un poder omnímodo sobre nuestras vidas y haciendas. Lo que nos hace mejores colectivamente es la expectativa triunfar de forma individual en nuestros desempeños. Hacernos a todos iguales a la fuerza es matar la libertad y la diversidad. Sin paliativos. Ese buenismo perverso es la tumba de todas las izquierdas verdaderas.