Algún día tenía que ser, y ninguno más apropiado que el 15-M -fecha en que escribo esta columna- para anunciar de manera oficial mi despedida y retirarme definitivamente de los carteles. En realidad, retirado ya estaba, y hace mucho que ni asisto a Las Ventas ni veo toros por televisión. Puede que algo quede de mi pasado, ya que, como quien practica un vicio solitario, a veces busco vídeos clásicos por recordar el encuentro de Antonio Chenel con Atrevido -ensabanado, alunarado y calcetero- el día de San Isidro de 1966; o aquel otro en que, delante del cinco, Curro Romero paró el tiempo y a uno se le fue la lucidez como si acabara de ingerir un secante; o la serie de verónicas que Morante de la Puebla le pegara de salida a un toro para ser entroncado como el mejor capote de finales del siglo pasado y principios del actual. ¡Ay Morante! ¿Quién me iba a decir que sería él mismo el que me ayudaría a tomar la decisión con su gesto cursi y cruel de secar las lágrimas a un toro, instantes antes de atravesar su corazón para disfrute del público? Atrás quedaron varios fracasos sonados, como aquella vez que me encerré con una becerra en un corral de la sierra de Madrid, pretendiendo remedar a los maletillas sevillanos de principios del siglo XX, cuando cruzaban el río desnudos con objeto de dar un par de naturales a la luz de la luna. En cuanto la vaquilla se movió inquieta y asustada, yo me subí con celeridad a un altillo y pasé parte de la tarde esperando a que se distrajese para salir de naja. De salón, eso sí, siempre tuve mucho arte, pero me faltó valor y no pasé tanta hambre como para echarme a los caminos. Todo eso queda ya para los sueños o las historias inventadas con las que recordar algún que otro viaje a ninguna parte. Hubo un tiempo en que hasta intenté explicar a algún antitaurino la emoción que se podía sentir cuando, desde la tranquilidad del tendido, se produce esa misteriosa conjunción entre toro y torero en el centro del ruedo. Tarea tan imposible como que yo pudiera tener, por aquel entonces, algún atisbo del sufrimiento del animal encerrado en un círculo infernal, sin salida y sin nadie que hiciera caso a sus gemidos, ni fuese capaz de apreciar en su mirada el dolor y la angustia ante una situación inexplicable, su miedo ante la muerte, jamás expuesto por los cronistas ni tratado de comprender por su matador. Tuvo que ser Fito, mi perro -que se marchó a un parque cerca de las estrellas hace unos meses-, quien me lo hizo comprender de golpe y sin pronunciar una sola palabra. Simplemente me miró a los ojos y ahí se gestó mi retirada. Se acabó. Esta tarde, más cerca de las siete que de las cinco, me echaré al ruedo de Sol para anunciar, como cada año, que los fachas no pasarán.