Por fuera del teatro Leal de La Laguna se respira ese ambiente previo a un concierto único. Un hombre, ya bastante mayor y con un bastón como compañero de viaje, me pregunta dónde está precisamente ese edificio. Hay algo en su mirada, envuelta en una especie de nostalgia, que necesita que aflore para transmitir un mensaje. Le respondo que lo tiene justo delante. Los surcos de sus arrugas, que imponen respeto, se diluyen con la pequeña sonrisa infantil que esboza cuando me comenta que su hijo actuará ahí esa noche. Luego, observa orgulloso la fachada, sólido, a pesar de la fragilidad que le confiere el bastón, a la espera de entregar un mensaje desde Euskadi.

Taller Canario de Canción volvió, después de tantos años, de la mano de Rogelio Botanz y Andrés Molina, recordándonos que nuestras vidas son mucho más que un suspiro y que no somos ajenos ni debemos darle la espalda a la realidad que configura la sociedad canaria. Bastó con escuchar algunas de sus primeras canciones para comprender que aquella seguía tan vigente como cuando la denunciaron décadas atrás, lo cual nos obliga a pensar si no hemos aprendido de los errores.

No olvidaron la figura latente de César Manrique, que denunció la especulación urbanística de Lanzarote, un mal endémico que, hoy en día, continúa azotando a todo el Archipiélago, gracias a políticos mesiánicos que se han preocupado por construir bosques de urbanizaciones y de garantizar, con sus discursos y acciones, la destrucción de un territorio tan frágil como único e irremplazable.

Ese concierto supuso una introspección a ese período de la Transición y los años posteriores en que el nacionalismo afloró con fuerza para rescatar, mostrar y enseñar al pueblo la cultura e historia de Canarias, que habían estado silenciadas por la política centralista de la dictadura de Franco, asumiendo además la responsabilidad colectiva de que ningún pueblo debe estar sometido a un poder interno o externo. Por eso, Taller puso voz a los saharauis, que reclamaban y siguen reclamando su tierra, aquella que primero centró la codicia del Estado español, con el fin de explotar sus minas de sulfato, y que luego la abandonó a su suerte, con la complicidad de la comunidad internacional.

Mirar hacia otro lado es convertirte en cómplice de lo evidente y del daño causado y estos músicos no cerraron sus ojos ante estos y otros hechos. Por eso, desde su creación, Taller asumió su compromiso de denunciar públicamente los desequilibrios y las injusticias que lastraban el desarrollo del Archipiélago, además de impulsar la identidad canaria, en un contexto de luchas en el que primaban más las personas, los derechos y las libertades que el dinero. Lo tuvieron claro: en la sociedad en la que crecieron, la democracia era un pastel, que se repartieron unos cuantos para gestar otra estructura de poder; los que participaron, hoy siguen ejerciendo su papel de guardianes de la democracia, gracias a los cuales muchos amigos han cogido sus mochilas, marchándose para evitar la precariedad laboral. Por eso, cuando escuché los acordes de La maleta, el poema de Pedro Lezcano, bajé la cabeza y sentí la misma desesperación que los canarios que emigraron a América por el hambre y las persecuciones políticas.

Nada ha cambiado. La grandeza de las canciones de Taller radica en que surgieron como protesta ante lo evidente, advirtiéndonos de que no nos convirtamos en ciudadanos pasivos ni en peones de un sistema que no tiene piedad. A través de ellas, debemos tomar conciencia de que en nuestras manos radica la esencia para cambiar este mundo. Todos esos que ostentan el poder, continúan tomando las decisiones que les benefician o haciéndonos creer que solucionarán los problemas que otros han creado y que ellos nunca asumen. Más allá de esto, dichas canciones son una llamada de atención para que no descuidemos las raíces, manteniendo vivas unas señas de identidad que evitarán otra aculturación, a la que Rogelio y Andrés no han querido entregarse.