He paseado bajo el cielo azul de esta ciudad extrañamente indiferente. Es un día espléndido pero la ciudad, sencillamente, lo desprecia: se sigue portando como todas las mañanas o las tardes. Se sigue desviviendo plácidamente. Es fama que los vecinos de Königsberg podían poner sus relojes en hora cuando descubrían al profesor Kant paseando por la alameda principal de la ciudad o dirigiéndose a sus clases: su puntualidad era exquisita. Santa Cruz de Santiago de Tenerife es recorrida diariamente por cientos de Kants que jamás han leído una página de filosofía, pero que repiten obsesivamente los mismos recorridos en los mismos momentos con la misma expresión de resignada ausencia, de prisa ridícula, de cansancio secular, de vago pero persistente fastidio. Caminan como duermen: por pura necesidad fisiológica, porque de alguna manera hay que transportarse a sí mismo al trabajo, a la casa, al supermercado o al colegio. A veces, bajo la lluvia o el sol, he sospechado que Santa Cruz es en realidad un espejismo. Un espejismo que odia particularmente los domingos. Esta ciudad -supuestamente cristiana e infectada de iglesucas y parroquias- actúa como si los domingos fueran pecaminosos. El pasado domingo abría una solitaria tienda de ropa y calzado: asomé la cabeza y ni siquiera estaba el dependiente, que probablemente abrió el establecimiento y, espantado por su propia grosería, se marchó a casa, bajó las persianas y se puso una película. Por supuesto, están los carnavales, que es la solución que ha encontrado la ciudad para permanecer sumergida en su pachorra mineral durante el resto del año. Los carnavales comienzan a prepararse en septiembre y duran hasta marzo. El resto del tiempo -obviamente- se deben recuperar fuerzas tras un esfuerzo tan patriótico como espectacular. No se puede estar en todo. En alguna calle -bueno, en la calle de La Noria, donde se reúnen más de veinte personas- toca el único músico callejero en ese momento en activo entre La Cuesta y la Farola del Mar y se levantan un par de castillos hinchables para regocijo de los niños pequeños: el castillo hinchable -por lo general no demasiado limpio- representa la última trinchera de la política cultural de la capital del Atlántico, el oscuro objeto de deseo de padres y abuelos que pueden permitirse almorzar en paz, el símbolo perfecto del concepto de ocio familiar chicharrero y hasta chicharrerista.

Lázaro Santana es el autor de uno de los grandes poemas cívicos de la lírica canaria. Se titula Ciudad y narra el procesamiento de dos comerciantes protestantes por la Santa Inquisición. La razón: habérsele encontrado en su domicilio una biblia luterana. El tribunal les retiró todos sus libros y dictaminó que no podían salir de Las Palmas, "de manera que tuvieran esta ciudad por cárcel". Santana explica la perplejidad de los comerciantes, su soledad embrutecedora, la estigmatización silenciosa de sus vecinos, su inconsolable amargura final. "No hizo falta el hierro ni la tortura", nos dice el poeta, "la ciudad lo hizo todo". Porque esta ciudad, cuatro siglos más tarde, parece inofensiva, torpe e indiferente pero, en realidad, se ha tomado como objetivo matarte poco a poco y tú sabes, lo sabes muy bien, que lo está consiguiendo, y que nada la va a detener, sin prisas y sin pausas, apurándote hasta el final, como solo ella sabe.