Cuando se acabaron las multitudes políticas, las negociaciones, el trabajo a favor del partido, del Gobierno y del Estado, cuando ya era simplemente Alfredo, Rubalcaba regresó a una de sus vocaciones, la enseñanza.

Fui a verlo a su despacho en la Universidad Complutense. Trabajaba de espaldas a la puerta, como si así desafiara u olvidara otros tiempos, cuando tenía que tomar precauciones para salvaguardar una vida amenazada por el terror de ETA y por otros terrores.

Volvió a sus clases, se recicló pronto como el profesor que fue. De sus actividades anteriores a la política, en la que estuvo más de treinta años, sólo dejó atrás la que le convirtió un día en uno de los mejores atletas españoles.

Hablaba de sí mismo con la distancia que mantuvo ante sus logros, desapasionado, sin ruidos en el alma ni en la memoria. Nunca le reprochó a sus numerosos enemigos que no le tomaran en cuenta, a la hora de criticarlo, ni el más difícil de los escollos contra los que luchó: el terrorismo. Y en esa lucha dejó que su triunfo indudable fuera, sobre todo, el triunfo del Estado.

Sucesivas generaciones lo vieron trabajar con el desinterés con que se refirió a su autobiografía. Trabajaba con otros, trabajaba para otros. No acumuló ni galardones ni, por supuesto, elogios. No los buscó ni los tuvo. En los grandes encargos ministeriales que recibió desempeñó el oficio de servir con gallardía y discreción, pues era consciente del papel humilde que corresponde al servicio público. A esos valores unió la dignidad. Por dignidad no respondió a los insultos, y por dignidad se marchó, cuando fracasó en uno de sus empeños electorales.

En sus diversas despedidas, al contrario de lo que había pasado durante el ejercicio ministerial o en la oposición, fue unánimemente aplaudido. Por ejemplo, en el Congreso de los Diputados. Fue un orador infalible, de una temible inteligencia socrática. Respondía con rapidez y eficacia, siempre al límite del sarcasmo. No era un hombre vengativo, hacía que usaba la palabra para construir lenguaje parlamentario, para poner en su sitio las ideas, y para responder con las suyas a aquellas que recibía entre reproches o acusaciones.

Fue, decía Manuel Vicent ayer en Málaga, el hombre más insultado de España, después de Manuel Azaña y de Adolfo Suárez. Los que lo insultaron, entre otros, lo han aplaudido ahora, de cuerpo presente, en el Congreso y en los medios de comunicación. En vida él no se tomó el insulto que recibió sino como un diezmo que tenía que pagar por el oficio que había elegido, un compromiso que ahora el Partido Socialista le premia con el mayor galardón que él podía esperar: la gratitud.

Fue un hombre de Estado. Es decir, negociador en su nombre, por ejemplo para acabar con el terrorismo en Euskadi, para afrontarlo en España. En ese ejercicio, del que fue protagonista principal, gastó horas y recibió improperios. No se quejó por ello, y tampoco sacó pecho cuando acabó ETA y nadie le puso en el pecho la medalla que había merecido.

Era un ser humano inteligente, encantador, risueño, un mayéutico como Fernando Fernán Gómez o como el mismo Sócrates. Su inteligencia para conversar era también una inteligencia para vivir. No acumuló ni la grasa de la que los servidores públicos se rodean para ser más orondos o más vanos o más poderosos. Su casa fue la de siempre, con los mismos libros que tuvo en los años de sus primeras militancias intelectuales o políticas, y cuando se fue dejó atrás el ruido sin ninguna melancolía, resquemor o nostalgia. Se fue y se fue. Su despedida fue tranquila, suave, esencial, pues él era un hombre tranquilo, suave, esencial.

Ahora multitudes lo han despedido en Madrid, en la casa mayor de su trabajo, el Congreso. Dicen que por allí había chicos con mochila, sus estudiantes. Esa vocación que recuperó fue su última carrera. Él había sido un atleta rápido, ganó premios por su velocidad. En sus tiempos públicos su mente era un mecanismo veloz, como parlamentario y como negociador. En la vida fue un solitario que practicó la carrera de fondo. Inolvidable ser humano, ciudadano ejemplar en un país difícil que difícilmente lo va a olvidar ahora.