Si alguna vez cometo la imprudencia de contarle a alguien que antes de entrar en Primaria leía a Lorca, la mirada inicial es siempre de incredulidad. Y las siguientes suelen oscilar entre el asombro y la total compasión por esa loca que tienen delante y que dice, también, que aprendió a leer sola antes de cumplir los tres años.

Sin embargo, ambas cosas son ciertas y mientras viva mi madre -los dioses le den mucha salud- podrán ser comprobables.

Pero de las dos, la segunda es más verdad que la primera. Porque yo a Lorca, en ese tiempo, en realidad no lo leía: lo cantaba.

Quiero decir que me acerqué a sus versos -contenidos en una antología preciosa que destrocé de tanto manosearla- únicamente por el sonido.

Fue esa mi primera aproximación a las letras de verdad después de las cartillas de Palau, que me acabé de un golpe para desesperación de las profesoras, y de un conjunto de cuentos bautizado por mí como el libro del elefante, que me dieron para que me entretuviera y no alborotara más el parvulario.

Así que, jugando, sin saber bien lo que hacía, me acerqué y, de entre los mil libros que podía haber en casa, elegí el del lomo granate con solemnes letras doradas, y en él me tropecé con Los encuentros de un caracol aventurero, al que puse música de inmediato, aunque no la necesitaba.

El sonido con el que cantaba ese poema (que aún recuerdo, nota por nota) era más de Federico que mío; yo solo tuve que sacarlo. Estaba allí, contenido en aquellos versos desde antes de abrir, curiosa, las tapas de color blanco roto. Con la música recuerdo, también, la letra. Y la pena que sentía cuando el caracol se iba encontrando con animales -ahora lo sé- tan perdidos de espíritu como él.

Yo no entendía ni una letra de los amores heridos de Lorca. Ni una coma de la sensualidad de sus poemas dedicados a santos y héroes bíblicos que eran siempre jóvenes y bellos. Ni jota de la sangre que latía en el Romancero Gitano, la realidad brutal de La Casa de Bernarda Alba o la belleza surreal de El Público.

Pero no olvidaré, jamás, lo que producía en mí el sonido de aquellas letras.

Mi padre, sin duda fascinado por que, de entre todas las antologías posibles de todos los autores posibles eligiera yo a Federico, lejos de prohibírmelo, alentó mi ilusión y entendió que ese libro no sería más suyo.

Se rindió a la evidencia y solo me dijo: "no lo destroces, Ana, que cuando seas mayor te va a dar mucha pena no conservarlo". Y vaya si la tengo. Yo era una lectora precoz, sí, pero también una niña chica. Y en cuanto entendí que era ya de mi entera propiedad lo abrí, lo dibujé, le quité las tapas para que pesara menos, las pegué de nuevo, al revés. Y, como digo, finalmente lo canté. Canté a Lorca todo lo que pude. Canté "mi almario está musgoso y he perdido la llave". Canté "rumores de tibia aurora pámpanos y peces cambian". Canté "Amor, amor que estoy herido. Herido de amor huido, herido, muerto de amor".

Lo mismo me sucedió con Machado, muy poco tiempo después.

Lo que me resonaba dentro cuando leía Campos de Castilla era una melancolía serena, una pena mansa y profunda, mucho antes de que yo pudiera atisbar siquiera una parte de la historia del malogrado poeta.

Antes, mucho antes, incluso, de descubrir la melodía que le regaló Serrat a sus letras.

Claro que la música está en todo. No vengo a contar obviedades ni a descubrirles nada que no sepan. Pero sí quiero decir que el poder de resonancia, de evocación, de magia universal que tienen las letras bien escritas no se puede cambiar por ninguna otra cosa.

Y que yo sigo siendo, aún, a mi pesar, aquella lectora de cinco años que devoraba cualquier cosa que le sonara a la canción de cuna interior con la que se dormía.