Salir de la cárcel nunca ha sido fácil. Tampoco lo es a día de hoy. Se trata de una tesitura que entraña enormes dificultades para quienes han vivido una experiencia que, muy a menudo, va asociada al deterioro y al empobrecimiento no sólo económico sino también relacional, como si su condena fuera mucho más allá de la pérdida de libertad. No es infrecuente retornar a la sociedad con peor estado de salud y menor arraigo personal, amén de con inferior autoestima. La preocupación y el miedo al qué dirán y a la falta de oportunidades laborales son frecuentes compañeros en este viaje al pasado, instalándose en la mente la desesperanzadora idea de que poco o nada se puede ya esperar de uno, merecedor de un castigo casi eterno.

Tal vez esa haya sido la razón por la que un preso que acababa de abandonar un centro penitenciario onubense optase hace escasos días por autolesionarse en el cuello para que le dejasen ocupar de nuevo un lugar entre rejas. Frente a la negativa de los funcionarios, el hombre decidió atentar contra sí mismo con un cuchillo y, ante el abundante sangrado, fue trasladado a un hospital de Huelva, en el que continúa ingresado. Los responsables, no obstante, no dejan de asegurar que el suyo constituye un ejemplo altamente excepcional. Sea como fuere, existen vías posibles y, además, eficaces para sortear estas condiciones desfavorables que impiden a los penados afrontar su nueva vida sin renunciar a ciertas expectativas de futuro. Es la conclusión a la que he llegado tras, movida por la curiosidad que me ha generado la noticia de referencia, consultar diversos informes.

A mi juicio, el punto de partida es contar con personas cercanas que les animen y apoyen en tan difícil escenario. Asimismo, resulta imprescindible disponer de recursos públicos y programas de inserción, pues es constatable que la inmensa mayoría de los reclusos pasan a engrosar las listas del paro en cuanto abandonan las celdas, resultando altamente improbable su reincorporación a la sociedad. Además, si bien la mayoría dispone de una vivienda y de familiares o allegados que les esperan, aproximadamente uno de cada diez carece de techo, por lo que se verá abocado a malvivir en la calle. En similar porcentaje, tampoco disfrutará de compañía ni apoyo afectivo, debiendo acudir inexorablemente a una institución asistencial, ya sea de régimen privado o público, con la masificación que, por regla general, presentan este tipo de dependencias. Como colofón, determinados hombres y mujeres procedentes del extranjero son carne de un porvenir en el más absoluto abandono, sin empleo, sin hogar y sin arraigo sentimental.

A sabiendas, pues, de las necesidades comunes y habituales que se detectan a la hora de proceder a una deseable reinserción para que los liberados no se planteen el reingreso en el calabozo, se tornan condiciones indispensables las siguientes: poder optar a un empleo en igualdad de oportunidades con otros aspirantes, es decir, sin verse estigmatizados por sus antecedentes (cabe recordar que la pena está ya cumplida), contar con un mínimo apoyo afectivo (bien sea de pareja, familia o amigos), abandonar hábitos perjudiciales que incrementan la probabilidad de volver a delinquir, cambiar el denominado grupo de relaciones primarias no familiares y comenzar a reconstruir su porvenir ayudados de herramientas educativas, sanitarias y ocupacionales.

Sé que no se trata de una tarea sencilla, ya que lo habitual es emitir un juicio implacable, considerar que el problema atañe exclusivamente a los propios afectados y, como guinda, sentenciar que cada palo aguante su vela. Pero sé también que los caprichos del destino pueden colocarnos a cualquiera de nosotros en situaciones que jamás hubiéramos imaginado. En consecuencia, y aunque solo sea por eso, creo que vale la pena pararse un minuto a pensar en ese prójimo que respira nuestro mismo aire y que, en infinidad de ocasiones, merece una segunda oportunidad.

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