El conjunto de normativas procedimentales que todavía regula -con impostado rigor- los procesos electorales es un ejercicio de hipocresía cada vez más cansino. En realidad ya no tienen otro objeto que hacernos olvidar que estas democracias parlamentarias se rigen de facto por las reglas del mercado. Porque existe -y alimenta muchas bocas y vocaciones profesionales- un mercado electoral, un marketing político, unos productos debidamente hermoseados por técnicas cada vez más depuradas. Es un mercado que funciona tan bien -y tan profesionalmente- que no solo contribuye a ilusionar al votante-comprador por una opción política particular, sino que articula una ilusión superior y global: la ilusión de la representación. La gramática del mercado es una parte sustancial de la legitimación de los sistemas de democracia parlamentaria actuales.

Esta comercialización triunfal de las elecciones democráticas -y de la misma democracia representativa- choca frontalmente con la obsesión reglamentista que se mantiene todavía en la normativa electoral y en los aparatos de fiscalización y control que son las beneméritas juntas electorales. Prohibiciones como las de impedir la publicación de encuestas días antes de los comicios, la obligatoriedad de la muy choteada jornada de reflexión o la virtuosa persecución de actos públicos o publicidad inapropiada o ventajista por parte de los políticos -del Gobierno o de la oposición- son algunos rasgos de este puritanismo hilarante. No se entiende por qué una inauguración es una manipulación si se realiza tres días antes de las votaciones o un acto legítimo -quizás hasta emocionante- si se desarrolla un mes antes. Hasta los carteles electorales pueden llegar a ser pecaminosos, como ocurrió con un letrero de Podemos reclamando el voto en uno de los tranvías entre Santa Cruz de Tenerife y La Laguna. Que se declare fuera de la ley un cartel electoral durante la campaña electoral forma parte de la fina y ridícula orfebrería que permite cuando no estimula, la puntillosa legislación electoral que, hablando en general, viene a decir que las exageraciones, mentiras, añagazas, fingimientos, descalificaciones, discursos, reuniones o carteles son aceptables siempre y cuando los tolere un órgano de carácter administrativo. Si no es así no solo son impertinentes: es que son intolerablemente indecentes.

Me declaro partidario de un mercado electoral abierto y sin restricciones, siempre y cuando se prohíba explícitamente a los partidos y coaliciones políticas adquirir deudas con los bancos. Para todo lo demás, el mercado es suyo. Asfaltado de la calle en el que se ubica el colegio electoral el mismo día de las elecciones, mítines en las puertas con entrega de folletos y papeletas a los ciudadanos, carteles de los candidatos cubriendo las fachadas, encuestas emitidas cada cinco minutos por los medios de comunicación públicos y privados, alcaldes, ministros o diputados bailando claqué en las inmediaciones de las juntas electorales para animar la fiesta de la democracia. Y, por supuesto, debates sin veto de fuerzas políticas significativas, como Ciudadanos, porque, entre otras razones, es intolerable que un partido que en los últimos comicios autonómicos obtuvo 54.000 votos se le trate como a un grupúsculo maoísta. Tienen unos ojos liberales muy rasgados. Pero maoístas no son.