Creo que más de cuarenta años de dedicación ininterrumpida, más los años de formación, constituyen un aval suficiente y son razones sobradas para que reconozca a mi Universidad como mi alma mater. Alma mater en su sentido etimológico (madre nutricia), pues de ella he recibido gran parte de mi esencia intelectual y en ella he contribuido a que un buen número de titulados se haya favorecido de sus aportaciones en distintos campos del conocimiento y de la cultura.

Como es costumbre -buena costumbre-, las intimidades deben quedarse ahí, en el ámbito de lo privado: flaco favor hacemos cuando aireamos los aspectos negativos, los trapos sucios, con un único propósito denigratorio; pero un exceso de delicadeza y comprensión, fruto del amor desmedido, no es siempre la mejor manera para resolver los problemas y para contribuir al progreso de una institución. Porque hay asuntos que convendría plantear con ánimo constructivo y con el afán sincero de procurar que mi alma mater pueda seguir siendo también el alimento intelectual de generaciones venideras; como que, por ejemplo, la ratio profesor/alumno no siga siendo tan elevada (como lo es en muchas titulaciones) y alejadísima de lo prometido cuando, ilusionados, iniciamos la elaboración de los planes de estudio que derivaron del espíritu de Bolonia. Y que nuestra carga docente no continúe aumentando, ya que cada vez somos menos para más tareas al no restituirse con la debida diligencia las bajas, por jubilación o por otros motivos. En las circunstancias actuales sería una aspiración que rayaría en la utopía reclamar años sabáticos para el oportuno reciclaje (derecho que existe en otras universidades). O solicitar que se facilite la permanencia, tras la jubilación, al profesorado que aún quiera y tenga algo que aportar, mediante el emeritazgo o por la vía del nombramiento honorífico o la colaboración regulada.

Sería de desear que mi alma mater concediera más ayudas para que pudiera asistir a reuniones científicas y me facilitara las gestiones para optar a esas ayudas (escasísimas, por cierto). Y que colaborase conmigo en los procedimientos complicados que ahora se exigen para obtener el reconocimiento de ciertos méritos, como son los sexenios de investigación, pues están floreciendo al abrigo de estas convocatorias un buen número de empresas privadas que tratan de resolverte los problemas innecesarios que nos crea nuestra propia Administración. ¿Tan difícil sería conseguir que contásemos con repositorios de público acceso en los que se recogieran nuestros currículums, nuestros méritos docentes y de investigación, y que allí fueran valorados?

En los últimos tiempos mi alma mater me ha asignado otras obligaciones que se suman a las no pocas que por ley ya tenemos que asumir (docencia, investigación y gestión). Ahora somos los profesores los que hemos de realizar las tareas de reprografía en fotocopiadoras de uso comunitario: hemos de fotocopiar los ejercicios para las clases, los exámenes y los artículos científicos. Se nos insta a que promovamos la enseñanza virtual, a costa de reducir la enriquecedora enseñanza presencial (¡qué disparate!), y se nos amenaza, además, con la supresión de las bibliotecas de Centro.

Y este afán robotizador, que nos impersonaliza (yo prefiero tratar con personas y no con máquinas), dudo que tenga como consecuencia un aumento de la calidad universitaria, pero sí, con toda seguridad, facilitará la reducción de plantillas.

Esta es mi alma mater. En ella me formé y a ella llevo ya dedicado más de la mitad de mi vida como docente y como investigador. Y, aunque me declaro contrario a actitudes localistas o provincianas, opuestas a la propia esencia de la Universidad, no me siento perjudicado -ni endógamo- por haber trabajado en su seno, pues no me parecen del todo acertadas las drásticas medidas que obligan a emigrar a otros centros sin justificados motivos académicos (¿por movilidad exterior?). Confieso que he disfrutado enseñando en mi alma mater, y me siento satisfecho de que haya sucedido así, sin tener que desplazarme por prescripciones de una legalidad mal entendida a otras tierras alejadas del mar y de mis gentes. Y no voy a entrar en valoraciones acerca de las aportaciones -que, sin duda, las ha habido- de quienes renunciando a su particular derecho a permanecer unido a sus raíces han venido a enriquecernos con su sapiencia adquirida en otras latitudes. De todos modos, he de confesar que para evitar los riesgos de un indeseado ombliguismo he procurado, y es lo que recomiendo, mantenerme abierto a otros ámbitos, a otras universidades nacionales y extranjeras, a las que he llevado con orgullo el nombre de mi alma mater.

Pero mi optimismo y mi esperanza no tienen límites, y por eso confío en que aún la situación puede mejorar, simplemente en cuestiones tan sencillas como en que me faciliten el desarrollo de mis labores docentes e investigadoras, pues las cuatro largas décadas de trabajo y las deficiencias señaladas no han conseguido rebajar el nivel de mi ilusión ni de mi entusiasmo: de mi vocación, en suma. A ver si consigo llegar a mi edad de jubilación obligatoria sintiéndome orgulloso -más orgulloso, si cabe- de pertenecer a mi alma mater. Gaudeamus.

* Catedrático de Lengua Española de la Universidad de La Laguna