Aunque tratemos de alejarnos de banderas e himnos, la mayoría de nosotros actuamos de manera pasional cuando observamos ese trozo de tela que ondea en un mástil, el cual nos recuerda siempre el territorio donde nacimos y crecimos. Su presencia genera un mensaje subliminal muy potente porque en ella se sintetizan los paisajes que conforman el entorno, en el que transcurren nuestras rutinas diarias, y que sufren la modelación por el paso de los años y la intervención humana; el idioma, como vehículo de comunicación y de homogeneidad entre la comunidad; la tipología arquitectónica, que lo mismo sigue anclada en el tiempo o ha sido sustituida por nuevos perfiles, más modernos e innovadores; y una sensación de protección, libertad y seguridad, que también tiene tintes de represión, persecución y destierro, en función del sistema político y de quién detente el poder.

La canariedad, entendida como un hecho diferencial, basada en aspectos únicos de las Islas como su historia, geografía, gastronomía y cultura, entre otros, ha sido siempre el eje motor del discurso de Coalición Canaria (CC), el partido nacionalista que se muestra ante los ojos del Archipiélago como el representante y defensor de sus intereses frente a la política centralista estatal. En ese mensaje no solo ha estado patente la bandera regional, como elemento aglutinador de las distintas realidades insulares, sino también la utilización del dialecto como recurso fonético para estimular ese sentimiento de unidad y de arraigo a la tierra donde están las raíces.

Hay dos fechas claves en las que CC incide intensamente en la canariedad como vehículo para sus réditos políticos: el 30 de mayo (Día de Canarias) y en los períodos electorales. En unos y otros se comprueba la amplificación de dicho argumento para recordarnos qué somos y gracias a quién, taladrándonos la conciencia para que aflore lo más blando, logrando así que dejemos a un lado el pensamiento crítico. En ambos, siempre se repite cíclicamente aquello de "nuestra tierra" y "nuestra gente" y se publicita el dialecto de una manera absurda y ridícula, que atenta contra la propia cultura canaria. Más que una variante del español, lo que escuchamos en esos momentos politizados es un ejercicio verbal forzado, que no se corresponde con la forma común que tenemos de hablar. Por eso, lo que realmente se genera es una distorsión de algo que es totalmente opuesto, dando pie a una impotencia colectiva de quienes no sentimos ajemos ante esa exposición deformada.

En el fondo, tengo la impresión de que, con esa actitud, CC ha contribuido a desnaturalizar tanto ese dialecto como la referida canariedad, difundiendo la idea de que todos hablamos como si fuésemos magos del campo y que existe un componente de mofa hacia ellos. No me refiero a estos últimos de manera despectiva, sino a que emplea su esencia, donde subyace lo más profundo y tradicional de este espacio volcánico, con unos tintes partidistas.

Por eso, son los intelectuales de la ciudad quienes presumen de conocer esa cultura regional, cuando en realidad su visión no va más allá de la mesa de sus respectivos despachos. Jamás he visto que ninguno hable de manera natural con la misma entonación y aspiración nasal que las personas que salen en sus campañas publicitarias, donde el dialecto está sobreactuado.

Para entender verdaderamente el hecho diferencial, es necesario convivir con la base social, trabajando con la azada y en la huerta como lo han hecho esos miles de hombres y mujeres analfabetos, que han doblado sus cinturas e introducido sus manos llenas de llagas en una tierra tan fecunda como traicionera en las cosechas. Solo así se comienza a recorrer parte del camino de la canariedad y no en la manifestación folclórica en que la ha convertido CC como reclamo político.