Hasta tres mil euros puede llegar a valer una caca de perro. Y no hace falta que se trate de un coprolito con dos millones de años de antigüedad, defecado en un momento de apuro por el abuelo paleolítico de todos los pastores alemanes. Es la caca de su perro la que puede llegar a costarle eso, si por un casual el pobre animal decide dejarse ir en la vía pública y usted se despista o no tiene una servilleta a mano. Y es que el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife ha decidido duplicar las sanciones por los excrementos de las mascotas en la rue. Y el concejal Dámaso Arteaga ha tenido la ocurrencia de anunciar esa medida, que sería operativa dentro de unos meses -cuando a lo peor el concejal ya ni siquiera es concejal-, precisamente en el arranque de la campaña electoral. Don Dámaso considera que las cacas perrunas no recogidas influyen más que otros factores en la percepción que los vecinos tienen de la limpieza de sus ciudades. Y puede que tenga razón. Pero tres mil pavos por una caca de perro a mí me sigue pareciendo un exceso, tanto que tengo la impresión de que es una de esas multas con las que se amenaza al personal, pero luego no hay autoridad que la ponga. Me parece desproporcionado multar a un vecino con tres veces y media el salario mínimo, porque su perro haga sus necesidades en la calle. Es más, estoy convencido de que la mitad de esa estratosférica suma, que se supone que es la penalización máxima que se impone ahora a los dueños de perros incumplidores, no la ha pagado nadie nunca. ¿O sí?

Yo estaría de acuerdo con esos castigos simbólicos si fueran proporcionales, si se aplicaran multas parecidas por faltas semejantes. Quiero decir, si se colgara por los meñiques al concejal responsable de que se mueran por falta de riego las palmeras plantadas hace menos de un año en las calles, o se le rompieran las piernas al que permite que los parterres de flores sean saqueados por gentuza cada vez que se plantan flores nuevas, o que se azotara públicamente al culpable de que este último domingo -primer domingo de mayo- la ciudad baja amaneciera apestando a orines humanos (no de perro) porque hubo jolgorio festivo. O incluso que se fusilara al amanecer a quienes permiten que se siga vertiendo agua sin depurar a nuestras costas. Que eso si es peligroso de verdad.

Las cacas de perro son sin duda un engorro, y hay que hacer pedagogía sobre la necesidad de que la gente sea respetuosa y entienda que el alivio de sus mascotas no puede suponer una carrera de obstáculos para los viandantes. Pero si Dámaso Arteaga cree que este es de verdad uno de los grandes problemas de limpieza de la ciudad, que empiece a plantearse perseguir seriamente a los que tiran chicles al suelo, que luego no hay forma de quitar, y muy especialmente para quienes pintarrajean con grafitis inmundos las paredes de las viviendas y espacios públicos. Que cuesta muchísimo más quitarlos que recoger una caca de perro del suelo.