Vamos a reconocerlo. Todos intuíamos que Woddy Allen no saldría vivo de esta carnicería. Allen tuvo la suerte de ser investigado por dos fiscales distintos que concluyeron que no existían indicios sólidos para encausarlo por el delito de abusos sexuales que le atribuía su exesposa Mia Farrow sobre su hija Dylan. Si esto llega a los tribunales veinte años después, muy probablemente el fallo judicial no hubiera sido distinto, pero la reacción social lo hubiera fulminado. En cambio, los efectos del Me Too lo están asando a fuego lento. Es cierto que Dylan Farrow ha insistido en sus acusaciones. Relató en una entrevista televisiva cómo su padre la toqueteó en la zona vaginal a los siete años. He escuchado con asombro que si una mujer, al cabo de un cuarto de siglo, insiste en la veracidad de una versión, esa versión, sencillamente, es la realidad. Como si no conociéramos todos a individuos de ambos sexos capaces de sostener una mentira -o defender una fantasía- durante toda una vida. Lo que sí está clínicamente demostrado es que quien practica el abuso sexual lo asume como una costumbre, como un rasgo de comportamiento compulsivo muy difícilmente controlable. El pederasta tiende a actuar cada vez que tiene una oportunidad. Sobre Woody Allen -una figura pública desde hace medio siglo- no pesa ninguna acusación al respecto, salvo la de Farrow y su hija.

Es muy recomendable la lectura de un largo y esclarecedor artículo publicado por Moses Farrow, hijo de Allen y de la actriz, un psiquiatra alejado de lentejuelas, bambalinas y televisiones, que traza un retrato escalofriante de la vida familiar bajo la férula de su madre y cómo impartía un interminable adoctrinamiento en el odio contra el cineasta cuando se produjo el divorcio y contendieron en los tribunales por la custodia de los hijos. Desde antes del desayuno hasta después de anochecer el discurso era el mismo: Allen era un monstruo y nunca más debían tener contacto con él. Llega algo tarde. Uno de las derivadas perversas del Me Too es que la acusación -la mera insinuación incluso- se torna en un arma formidable para quienes la verdad o no de lo denunciado resulta insignificante: se limitan a explotarlo a su favor. Amazon no incumple sus compromisos contractuales con Woody Allen porque sea pederasta, sino para ahorrarse mucho dinero. Pero todo este laberinto tóxico se ramifica por contacto simbólico: la cínica decisión de Amazon lleva a que tres o cuatro grandes editoriales estadounidenses se nieguen a publicar las memorias de Woody Allen, cada vez más acorralado por una persecución miserable y delirante que funciona de facto como una censura feroz que persigue destruir a un artista.

Yo fui testigo, no hace mucho tiempo, del exitoso intento de crear un caso de abusos sexuales por motivaciones políticas. Fue una experiencia profesional que me impactó profundamente, quizás más de lo que estoy dispuesto a admitir, porque el concentrado de miseria humana que se exhibió sin pudor, la farsa vomitiva que se prolongó durante meses y años para exprimir titulares en un festín moralista, el pútrido aliento moral de los canallitas que montaron la pantomima y de los que la jalearon inmediatamente les ha salido gratis. Pero un día se escribirá. Con precisión, con rigor y con detalles. No hace falta ganar un Globo de Oro ni trabajar en Amazon para ser un asqueroso sinvergüenza.