En los últimos años, los responsables del Museo del Prado realizaron la ordenación y exposición de sus fondos que, al mismo tiempo, ha servido para reivindicar a notables artistas, hasta ahora insertos en bloques temporales y geográficos que no permitían disfrutar, en plenitud, de su categoría y singularidades.

El valenciano Juan Vicente Masip (1475-1550) abrió taller en la ciudad de Valencia y trabajó con solvencia en la transición del gótico tardío al potente Renacimiento que luego interpretó con propiedad y maestría su heredero Juan de Juanes (1510-1579). Trabajaron juntos en el retablo mayor de la Catedral de Segorbe y el de San Eloy, sufragado por el gremio de plateros para la iglesia valenciana de Santa Catalina; así como en distintos encargos dónde, aún hoy, es difícil distinguir el grado de autoría de ambos.

La pinacoteca nacional guarda seis tablas del padre con secuencias de la Vida de Cristo y de su hijo y aventajado alumno con una representativa colección que, desde esta primavera, cuenta con espacio propio en la llamada Rotonda de Goya, en el ala norte del edificio de Juan de Villanueva. Ahí se localiza otro extraordinario incentivo del museo, porque al valor objetivo de la docena de obras expuestas se une la personalidad de un sabio humanista, impuesto en todos los avances de su tiempo en ciencia y técnica, y un magnífico exponente y divulgador de los rumbos del movimiento artístico que, con las bases y logros de la Antigüedad clásica, encajó plenamente con los gustos y sensibilidades de la Europa del siglo XVI.

En la Sala 51, ojalá que con carácter permanente, hallamos la mejor y más variada producción de quien fue conocido como el Rafael español, por la belleza y perfección de sus anatomías; ahí están la espléndida serie dedicada a San Esteban, las icónicas visiones del Ecce Homo y el Salvador del Mundo, la espléndida Última Cena y, con otros temas, una reciente y extraordinaria donación de los Amigos del Prado: un oratorio quinientista con un relieve en alabastro del Valle del Ebro dedicado a San Jerónimo Penitente, realizado por Damián Forment (1480-1540), completado con pinturas de Juanes de San José y el Niño, San Lucas y los dominicos San Vicente Ferrer y San Pedro Mártir; una exquisita miniatura que, desde su presentación, figura entre las joyas de una institución que entró con buen pie en el siglo XXI.