La palabra talismán es la palabra diálogo. De cernirse los más negros nubarrones y circunstancias adversas sobre nosotros, ante cualquier quiebro o encono que pudiera deparar la historia, siempre podríamos salir de ella con el diálogo. Todas las culturas y civilizaciones, desde el mito a la Ilustración pasando por la religión, han tenido confianza ciega en la intervención de fuerzas poderosas capaces de solventar situaciones extremas, o de grave riesgo: sacrificios, rogativas, reliquias, santos intercesores o supersticiones cientifistas.

Fijémonos en la cuestión lingüística: dialogar es un verbo intransitivo, lo que quiere decir que no tiene objeto que cubrir ni fin que alcanzar. Carece de complemento directo. El diálogo, lo es todo porque en realidad no es nada, tan nada que no puede fracasar, incluso podría ser reincidente y eterno. Mucho antes de la declaración de independencia por la máxima institución catalana, respaldada por treinta mil efectivos armados, cuyo comportamiento era más dudoso aún que el que tuvieron, ya se santificaba el diálogo. El corolario lógico hubiera sido concluir que las invocaciones al diálogo no solo no sirven para nada, sino que ni siquiera dejan rastro. Nunca llegan a decir sus adalides dónde y cuándo falló el diálogo. Y el diálogo incombustible, etéreo, indeleble de nuevo se activa, porque ni siquiera tiene memoria (ni deja huellas).

Siguiendo con la lingüística, el grado de compromiso del diálogo es nulo, ni siquiera puede ser empleado como un enunciado performativo, que persiguiera la realización del acto con solo pronunciarlo (¡firmes!), como se da a entender.

La antítesis del diálogo no es la cerrazón sino la ley democrática. El ámbito del dialogo del que hablamos es siempre un ámbito regulado y sujeto a ley. Este se torna intruso, invasivo y sin mandato. Por eso su poder galvanizador, las expectativas despertadas, porque hace de último bastión cuando todos, imaginariamente, han quebrado. Es el Santo Grial del temor, la impotencia y el ansia urgente de estabilidad a cualquier precio; la necesidad del autoengaño.

Habermas, con su teoría de la acción comunicativa, elevó el consenso intersubjetivo a base de legitimidad de la acción política, moral e incluso de la idea de verdad. Los hablantes alcanzan y aceptan un acuerdo: hay resultado pues tiene objeto. Consensuar sí es verbo transitivo y crea reglas que obligan a su aceptación; la Constitución, los parlamentos que con sus constituyentes y parlamentarios logran resultados conforme a procedimientos y normas. Como dice Habermas, con un método: la argumentación (no mercantilismo), para que el mejor argumento (de la razón) pueda prosperar.