Hace un par de años, en un foro digital de Podemos, leí una reflexión de un militante de Anticapitalistas que parecía ociosa, pero que tenía su miga dialéctica. El buen militante se quejaba porque, con más de 70 diputados, Podemos (y sus mareas y confluencias) no podía hacer prácticamente nada para transformar la perversa realidad. "Sí, hemos sacado 71 escaños", decía el anticapi, "pero a costa de renunciar a cualquier radicalidad, a nuestro espíritu revolucionario, a nuestros sueños". La posición del 2015 era que estaba a tiro de piedra sobrepasar al PSOE. En el 2016, que se habían conseguido los 71 escaños y eso era una base inmejorable para seguir creciendo y materializar el sorpaso y que temblaran entonces las élites: un discurso que sirvió de consuelo ante la imposibilidad de un acuerdo entre socialistas, Ciudadanos y Podemos, gracias al cual Pablo Iglesias habló durante un par de días de su vicepresidencia y de ministerios morados.

Durante la pasada campaña electoral, una línea central del argumentario de los candidatos podemitas consistía en insistir en que las medidas sociales y laborales impulsadas por el Gobierno de Pedro Sánchez eran una suerte de patrimonio común del PSOE y de Podemos. Eso se aproxima mucho a una falsedad. PSOE y Podemos no suscribieron ningún pacto de legislatura antes o después de la investidura presidencial de Sánchez, aunque sus respectivos grupos parlamentarios negociaran muchas iniciativas presupuestarias o normativas. Pero ni el Gobierno sanchista era un equipo bicolor ni existía un programa consensuado. ¿Que Podemos consiguió que la subida del salario mínimo interprofesional no fuera a 825 euros -como pretendía el PSOE- sino a 900? Cierto. Pero eso no es una política económica ni social. Cacareándolo una y otra vez en mítines y ruedas de prensa, Podemos demostraba lo poco que tenía para echarse a la boca.

Iglesias hizo una campaña que había metabolizado el papel de Unidos Podemos como fuerza secundaria. Una campaña didascálica y moderantista, leyendo esa antigualla tardofranquista, la Constitución de 1978, y apostando por suéteres oscuros y mensajes claros. Confiaba en que el PSOE no creciera tanto y que su partido y sus aliados -el primero ese excepcional tonto útil e inútil a la vez que es Alberto Garzón- no cayeran tanto. En la noche del domingo se comprobó el desastre: 1.400.000 votos menos y 31 diputados. Iglesias de inmediato se atribuyó haber frenado a la ultraderecha -que consiguió nada menos que 23 diputados y más de un 10% de los votos- e hizo lo que pudo para hablar, como si de una evidencia elemental se tratara, de un gobierno de coalición entre el PSOE y Podemos. No lo habrá. Sánchez gobernará solo, ofreciendo unos mínimos programáticos a negociar y a ver si Iglesias no vota su investidura y aboca al país a nuevas elecciones. Finalmente será el PSOE el que vampirice a electoralmente Podemos y no al contrario. Es curioso. Sobrevivieron a sus palabreras obsesiones utópicas pero no al principio de realidad (y a las instituciones). Es el signo de esa izquierda posmoderna empapada en populismo comunistoide y fascinada por las redes sociales: ni asaltan el cielo ni ganan las elecciones en el infierno.