Ayer, mientras iba camino de la urna para votar por Tenerife, por Canarias y por la democracia que se fortalece con la voluntad de todos nosotros, dediqué unos instantes a pensar en las mujeres que no pudieron hacerlo. Con la mirada puesta también en Silvia y en su hijos, incomprensibles víctimas de una bestia que vivía entre nosotros.

Tengo que confesar que como muchas otras personas estoy desconcertado ante lo que está ocurriendo. ¿De qué manera se puede luchar contra la violencia de hombres que se descontrolan y acaban matando a mujeres? ¿De qué forma se puede prevenir este tipo de asesinatos? Desde hace algunos años, nuestra sociedad ha dedicado atención, recursos y preocupación a la lucha contra este tipo de agresiones. Hemos cambiado leyes, hemos creados departamentos especiales de ayuda a las posibles víctimas, hemos adoptado medidas preventivas como teléfonos de denuncia que garantizan el anonimato de las personas... pero los resultados siguen sin ser los que queremos. ¿Es imposible acabar con esas muertes?

Hay personas que dicen que la violencia contra las mujeres depende de la educación. Insisten en que tenemos que formar mucho mejor a nuestros jóvenes, en una cultura de igualdad y respeto, que destierre los roles machistas y la percepción masculina de un falso derecho de propiedad sobre la mujer. Pero lo cierto es que los países considerados más avanzados socialmente, con mejores indicadores en Educación y en cultura, como Suecia o Finlandia, son los que encabezan las listas en crímenes machistas. Las encuestas que se realizan en nuestra juventud son también, en cierta medida, descorazonadoras. A pesar de todos los esfuerzos, muchos jóvenes están desarrollando patrones de conducta incluso peores que los de generaciones anteriores: de dominación sobre las mujeres o control intrusivo en su libertad.

A todos los que miran este fenómeno con pesimismo, les recuerdo a veces lo que padecimos en este país con los asesinatos terroristas. Durante décadas los asesinos del tiro en la nuca y las bombas quisieron imponer su régimen de terror. Y resistimos. Y peleamos contra esa barbarie. Apretamos los dientes y resistimos democrática y solidariamente. Lloramos a nuestras víctimas, las enterramos con lágrimas, consolamos a sus familias destrozadas y dijimos que al final terminaríamos ganando. Y lo hicimos. Con un esfuerzo enorme por arrinconar a los bárbaros, eliminado cualquier atisbo de comprensión y complicidad. Un día los asesinos comprendieron que su camino no conducía a ninguna parte y tuvieron que abandonar las armas inútiles. Y el único camino que nos queda ante estos otros asesinos es tener la íntima convicción de que cada día somos más los que condenamos la violencia contra las mujeres. Y que un día seremos tantos como todos y todas. Que no hay atisbo de comprensión o intento válido de camuflar el horror de estas bestias.

Pero también creo que para ganar aquella lucha contra los bárbaros fue fundamental perseguirlos hasta el último escondite. La presión social, las condenas morales, la expresión de una sociedad que les repudiaba, fue importante, pero no suficiente. El trabajo de leyes cada vez más rigurosas y cuerpos policiales cada vez más expertos también fue determinante para que asumieran la certeza de que en nuestra sociedad el que la hace la termina pagando.

Comprendo perfectamente el sentido y el objetivo de un sistema penitenciario que, como el de nuestro país, persigue la reinserción de los penados. Pero creo cada vez con mayor convicción que quién arrebata una vida de una manera cruel y abusiva, quien asesina a una mujer, debe ser apartado de la sociedad. No podemos atribuirnos el derecho a quitarle su vida, porque no lo tenemos. Pero nos podemos atribuir el derecho de impedirle vivir en una sociedad de la que ha arrebatado irreparablemente una vida. Las víctimas de esos asesinos nunca volverán a estar con sus hijos y sus familias y sus hijos no volverán tampoco a disfrutar del cariño y apoyo de sus madres. Nunca podrán ser felices o desgraciadas. Nunca podrán votar, reír, llorar o ver crecer a sus hijos y nietos. Y si ellas han sido condenadas contra su voluntad a no poder vivir en la sociedad, quienes las mataron deben asumir que ellos tampoco podrán hacerlo.

Tal vez piensen que he vuelto extremista. Si es así lo siento muchísimo, pero honestamente es lo que pienso. Creo que debemos insistir en educar en libertad y responsabilidad. Que tenemos que crear una nueva cultura de la igualdad y el respeto entre los hombres y las mujeres. Y que tenemos un inmenso trabajo que hacer para eliminar la brechas salariales de género y la definitiva incorporación de las mujeres a puestos de responsabilidad en la vida pública y privada. Pero creo, también y con la misma certeza, que debemos endurecer las sanciones contra quien arrebatan una vida, contra los asesinos violadores que vemos de cuando en cuando abandonar las cárceles después de un par de décadas de reclusión, mientras sus víctimas permanecerán para siempre en los cementerios. No es justo. De verdad que no me parece justo.